viernes, 23 de septiembre de 2011

Pensando a contracorriente


Cuestiones disputadas sobre la naturaleza de la fe
y la capacidad humana para conocer la verdad


Por Juan Carlos Monedero (h)

Si se somete todo a la razón, nuestra religión
no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural.
Si se choca contra los principios de la razón,
nuestra religión sería absurda y ridícula.
Pascal

–Poseo la verdad como la puede conocer el hombre;
es decir, en continua inquisición, investigación y progreso.
–Progresar me parece muy bien. Pero ¿cómo sabes que progresas?
Castellani


Introducción

Pretendemos con este artículo trazar unas sencillas coordenadas para ubicarnos en dos temas muy importantes: la naturaleza de la fe y la capacidad humana para conocer la verdad. Ambas son cuestiones perennes y relacionadas. La primera es objeto –no siempre de forma explícita– de permanentes discusiones: el espacio concedido a la fe dentro de la sociedad está directamente relacionado con el concepto que se tenga de ella. Observando las razones de quienes desean prohibir la exhibición de símbolos religiosos esto es patente.
Respecto al alcance del conocimiento humano, mencionaremos que ya Sócrates, Platón y Aristóteles como los sofistas Protágoras y Gorgias encarnaron las diferentes posturas que, en lo sustancial, perviven hasta la actualidad; estamos hablando, pues, del pensamiento realista o clásico –por un lado– y del escepticismo, relativismo, agnosticismo –en sus múltiples variantes– por el otro. Sobre ambos debates –que separaron y separan las aguas– ofreceremos una respuesta desde la doctrina católica.
Podría sorprender que desde el comienzo manifestemos abiertamente nuestra procedencia; pero lo hacemos siguiendo –sólo en esto– las palabras de José Ingenieros, cuando dice que aquél que expone su pensamiento “no desea presentarse como imparcial frente a espectadores que no lo son”. Comencemos, pues, abarcando las relaciones entre la fe y la inteligencia humana. En un segundo lugar entraremos de lleno en la polémica entre quienes afirman la capacidad de la inteligencia de conocer la verdad y quienes la niegan.

Dos posturas adversas

Según la noción corriente y más divulgada de “fe religiosa”, ésta es algo subjetivo, personal, íntimo. Cada persona vive su propia fe, a su manera, cumpliendo únicamente aquellas reglas que libremente ha decidido asumir. Esta “religiosidad” acaba siendo absolutamente incomunicable; su contenido queda a merced de las decisiones humanas, careciendo de la seriedad y reverencia que es propia –o debería serlo– de la Revelación de un Dios, que no cambia como el mundo ni pasa como la historia sino que es inmutable. Esta postura excluye, por tanto, cualquier intento de racionalidad: intentar comprenderla o dar razones de ella conspira contra el lugar que se pretende darle en la propia vida. Así, lo religioso cobra un carácter ornamental, anecdótico, romántico, tolerado mientras no se lo tome demasiado en serio. Este concepto de fe siente horror por la sola idea de una única religión verdadera; motivo por el cual proclama a cuatro vientos el derecho de creer en lo que a cada uno se le antoje. Pesa la sinceridad del que cree y nada importa qué se cree.
Frente a esta primera posición, se encuentran aquellos que rechazan la fe y –con justicia o sin ella– la describen con las mismas notas arriba mencionadas. Absurda, insostenible racionalmente, la fe fue fabricada por los hombres para consolarse en el medio de los dolores y dramas de la existencia: la máscara blanca de un mundo negro. Dios es un invento del hombre. Si la fe es absurda y lo absurdo es lo que no puede ser, la fe es falsa. Relegada y explicada la fe desde el terreno psicológico –acaso como una alucinación o histeria–, estas personas se recuestan naturalmente en el único conocimiento que, a su juicio, les abre el secreto de la realidad: el conocimiento científico. La llave maestra del mundo no viene por la religión sino por la ciencia. Inteligencia y fe son excluyentes: positivismo. La religión habría explicado en su momento determinadas cosas que, con el tiempo, la ciencia se encargaría de ir develando en sus verdaderas causas. Al ritmo del progreso científico, tarde o temprano la fe dejaría de existir.
En el fondo, esta posición afirma que toda creencia religiosa –sostenedora de realidades invisibles e intangibles– responde a la ignorancia humana. No en vano August Comte ponía como “regla fundamental” del espíritu positivo que “toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible” , siendo por tanto las proposiciones religiosas no sólo imposibles de afirmar sino también de negar, puesto que nada dicen .

Un interesado e injusto retrato

Digamos primero que este concepto de lo religioso –por más difundido que esté– no lo representa con justicia. Hasta tal punto se trata de una deformación, que no puede descartarse un deliberado interés detrás de la presentación de esta caricatura. En cualquier caso, ambas posturas coinciden en separar completamente lo racional de la órbita religiosa. Coinciden, en fin, con valoraciones distintas: el primero abraza contento esa fe arbitraria, alérgica a la objetividad; mientras que el positivista, por los mismos motivos, la rechaza. Pero en la descripción ambos están de acuerdo: la fe y la inteligencia contrajeron divorcio.
Una primera desmentida –necesariamente incompleta– a este torcido concepto puede leerse en 1 Pedro III, 15: “dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”. También leyendo las discusiones entre Cristo y los fariseos, puede advertirse cómo el Señor invoca a las profecías del Antiguo Testamento como razones a favor Suyo (Jn. V, 39; Jn. V, 46-47; Jn. X, 34-39). Lo mismo respecto de las polémicas en torno al día sábado, al mandamiento más importante y al mismísimo Mesías. Sin ir más lejos, la acusación que pesaba sobre Cristo era la blasfemia: “siendo hombre, te haces a Ti mismo Dios” (Jn. X, 33). No daba lo mismo atribuirse, o no, la divinidad.
Los primeros siglos de la Iglesia permitieron el florecimiento de grandes santos y doctores, debates doctrinarios mediante. San Ireneo debió polemizar contra el gnosticismo y sus “apóstoles”; disputa en la cual se destaca Adversus Haereses, su obra más importante. San Justino, por su parte, arguye contra la pluma de Marción, conocido gnóstico. San Ireneo también debatió públicamente con Marción y con otro hereje, Valentín. Uno de los puntos en debate era, por ejemplo, la resurrección de la carne –negada por los herejes– que juzgaban a la materia como efecto del “dios del mal”.
San Clemente de Alejandría representa también la compatibilidad entre fe católica y el esfuerzo de la razón humana. El santo concedía un lugar muy estimable a la Filosofía: a su juicio, el pensamiento de Platón era el inicio de un recto camino a Dios. La filosofía había preparado a la humanidad, aunque jamás podría reemplazar a la Revelación Divina: “Dios es la causa de todas las cosas buenas: de unas lo es de una manera directa, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras indirectamente, como de la filosofía” (Stromata). San Clemente tiene razón: cuando Platón pone en boca de Sócrates que es preferible padecer una injusticia que cometerla, dice lo que San Pablo –con palabras bautizadas– dejó escrito como no devolver mal por mal, sino vencer al mal haciendo el bien. Estaba, pues, justificado el rechazo visceral de Nietzsche frente al discípulo de Sócrates, llamándolo cristiano anticipado. No pudiendo explayarnos más, no queremos omitir la mención de San Agustín y sus polémicas contra la herejía pelagiana, condenada en el Concilio de Éfeso (año 431).
Este primer período estuvo signado –como dijimos– por recíprocas argumentaciones, polémicas intensas, disputas intelectuales. La fe no era algo caprichosamente subjetivo: era una Revelación, originada en Dios, que varones fieles debían custodiar en su pureza e integridad, frente a interpretaciones equivocadas: “los apologistas de la religión se veían precisados a trabajar sin descanso, a multiplicarse, por decirlo así, para hacer frente a los muchos puntos que reclamaban el auxilio de su saber y de su elocuencia en defensa de la religión. San Atanasio, San Cirilo, San Basilio, los dos Gregorios, San Epifanio, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, y otras lumbreras de aquel siglo, recuerdan los empeñados combates que a la sazón sostuvo la verdad contra el error, supuesto que para alcanzar la inmortal victoria se empeñaron en la lucha tantos gigantes” .
La Revelación constituía un mensaje de origen sobrenatural que no entraba ni podía entrar en contradicción con otras verdades que el hombre, por sí mismo, iba descubriendo. El mismo Dios que hizo el mundo es el que se revelaba: ¿Cómo podía la verdad enfrentarse a la Verdad? Por eso, tanto la ciencia como la filosofía eran y son para la Iglesia Católica legítimos hallazgos de la inteligencia humana: al «investigar» con sus propias luces, el hombre iba detrás del vestigium, es decir, de la huella que Dios había dejado en las cosas; un rastro de la palabra divina en la realidad que permanecía oculto y en estado embrionario, hasta que el hombre –arrebatado por la admiración– lo «develaba», le quitaba el velo; lo «descubría», es decir, le quitaba aquello que cubría en las cosas la estampa del que las había hecho.

La obra de Santo Tomás de Aquino y la posición de Martín Lutero

Nos vemos obligados a saltar siglos de historia hasta llegar al XIII, en donde nos encontramos con la Suma Teológica. En ella, Santo Tomás da testimonio de las alturas a las que puede llegar la inteligencia nutrida por la fe. La arquitectura de la Suma se sostiene en un dato revelado, que hará las veces de cimiento de la inteligencia. El desarrollo de 119 cuestiones de la I parte, 114 cuestiones de la I-II, 189 cuestiones de la II-II y 90 cuestiones de la última (hasta donde el Aquinate llegó a escribir) sumado a la amplitud y diversidad de temas tratados –desde la existencia de Dios a cómo es posible que existan Tres Personas distintas en Dios, pasando por la pregunta de si conoce o no el futuro, cómo Dios existe si hay mal, cómo el ser humano es libre si Dios lo sabe todo, si era necesaria la Pasión de Cristo, etc.– demuestran que no puede considerarse la fe católica como enemiga de la reflexión llevada a cabo por la inteligencia humana.
No es la posición del catolicismo, por cierto, aunque sí la de Martín Lutero, que afirmaba que el intelecto “Sólo es capaz de blasfemar y de deshonrar cuanto Dios ha dicho o ha hecho” , adjetivando como prostituta a la razón humana; afirmaciones condenadas por el Magisterio de la Iglesia durante las jornadas del Concilio de Trento. Si acaso faltara una prueba, cabe mencionar que la Iglesia, en el marco del Vaticano I –y respondiendo al agnosticismo moderno– convierte en dogma de fe aquélla verdad de que la sola inteligencia humana es capaz de conocer, con certeza, que Dios es.
El entendimiento humano fue llamado –en palabras del Aquinate– aquello que Dios más ama en el hombre. Expresión hermana de aquélla de San Agustín: “Ama la inteligencia y ámala mucho”. La propaganda anticatólica compite entre la malicia disimulada y la desvergonzada ignorancia.

Los límites de la inteligencia humana

No quedaría completa nuestra exposición si no reconociésemos –al compás de sus alcances– las innegables limitaciones de la inteligencia humana, sobre todo relativas a la fe. La inteligencia está herida, debido a la culpa original. Y fuera de la verdad, puede hallarse en cuatro estados diferentes:
• ignorancia
• error
• confusión
• mentira

Precisamente, parte del titubeo y de las dudas del hombre relativas a la fe tienen su origen en la experiencia de estos estados de la mente. ¿Acaso el hombre no ignora muchas cosas? ¿Está habilitado, legítimamente, a afirmar sobre algo que lo supera? ¿No tiene la experiencia del error? ¿No suele confundirlo lo más sencillo? La fe, ¿no será acaso propia de estos estados de la mente? Me han mentido y traicionado. Creí en un amigo y me defraudó: ¿Cómo sé que no sucederá lo mismo si volviera a creer otra vez?

El acto de fe

Para tener el hombre noticia de la fe, debe ser instruido por Dios. La ignorancia de Dios, Dios mismo la cura. No puede el ser humano descubrirla por sí solo; no hay proporción entre los misterios y la finitud del hombre. Aquí el hombre es más pasivo que activo: cree. Y cree porque advierte dos elementos, presentes tanto en el acto de fe natural –que realizamos todos los días– y el acto de fe sobrenatural. Estos dos elementos son:

• la credibilidad del mensajero (a quién se cree)
• el carácter plausible o, por lo menos, no contradictorio de lo revelado con otras verdades ya conocidas (qué se cree).
¿Quién actúa como mensajero de la Revelación o de la Biblia? Actúa como tal la Iglesia. De aquí la frase de San Agustín: “No creería… si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica”. La inteligencia es bañada por la luz del mysterium fidei, pero no ve sino como en un espejo; ella descansa así en la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Pieper explica esta complementación comparando, por un lado, el sentido del oído con la fe, al tiempo que el sentido de la vista con la inteligencia. Dice el filósofo alemán que el que cree “es uno que no sabe por su cuenta ni ve con sus propios ojos; es uno que accede a que otro le diga algo”. El creyente, pues, aguarda la palabra –no la evidencia– que viene de otro. Debido a “lo que oye”, la «mirada» del creyente es «afinada»: su inteligencia es «dirigida» hacia “algo que él mismo ve entonces con sus propios ojos”. Sólo entonces, es decir, luego de ser orientado, lo percibe. Se trata de algo que “se le habría mantenido oculto si él mismo no hubiese oído y considerado el mensaje que llega de otra parte a su oído” . Tal es el papel de la evangelización y es redundante señalar la importancia de un carácter virtuoso que respalde, con coherencia, la palabra apostólica.
Por parte del carácter plausible de lo revelado, la Apologética tiene como tarea demostrar cómo y por qué los misterios revelados por Dios no contradicen ni la razón humana ni otras verdades propias ya conocidas.

La aventura de la fe

La fe católica cobra la nota propia de la paradoja: es lo más fácil y lo más difícil, en palabras de Castellani . Lo más fácil, en cuanto su posesión no depende de una comprensión intelectual sino de una decisión: “quiero creer”; y es lo más difícil porque –para que esta posesión tenga lugar– el hombre debe postrar su parte más noble, el intelecto, inclinándose no ante evidencias sino ante la autoridad de quien nos revela algo de lo que no tenemos evidencia. Ve intelectualmente que existen motivos para creer. Y esta postración es obra de una voluntad humilde: Bienaventurados los pobres de espíritu . Se trata del drama entre creer o no creer.
Nosotros sólo podemos trazar pinceladas de este misterio, sin agotarlo, puesto que sucede en el único e irrepetible corazón de cada persona. Tomás Casares, por su lado, conocía bien esta tensión del alma humana y la llamaba tortura:

“Lo que la hiere (a la inteligencia) es afirmar que la realidad que trasciende los límites de su aptitud pueda serle revelada y haya de acceder a esa revelación no obstante su misterio. Le hiere que valga un camino de conocimiento que no sea su camino; que haya de inclinarse ante un criterio de certeza que no es su criterio de evidencia; que se admitan objetos de conocimiento de cuya íntima realidad no les es dado juzgar; que deba declinar su saber para creer” .

Así, la fe está «compuesta», si se puede decir, de dos elementos o realidades en tensión, siendo para el hombre su mayor tentación divorciarlos, en vez de dejarlos existir uno junto al otro. Una inteligencia que ve únicamente motivos para creer en algo que no ve; una voluntad libre que puede o no adherirse a tales verdades, pero que –no obstante– advierte que quien revela se presenta como digno de ser creído, naciendo así la obligación de creer a quien se muestra veraz.
La fe católica, en una palabra, comporta una doble condición. Pascal lo ha dicho magníficamente: “Si se somete todo a la razón, nuestra religión no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural. Si se choca contra los principios de la razón, nuestra religión sería absurda y ridícula” . La cima de la inteligencia del hombre se encuentra en este reconocimiento: “El último paso de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”. La fe no es enemiga ni de lo sentidos ni de la inteligencia: “La fe dice bien lo que los sentidos no dicen; pero no lo contrario de lo que éstos ven. La fe está por encima y no en contra” .
El orgullo del hombre rechaza los contenidos creídos y no sabidos, olvidando la rotunda desmentida que tiene lugar en cada uno de sus cumpleaños:
“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia Anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina” .

* * *

La verdad, cuestión fundamental

Corresponde ahora entrar en el segundo tema de nuestro trabajo. Entre tantas cuestiones posibles que abren estas meditaciones, ¿cuál elegir? Nos ha parecido principal la cuestión sobre la verdad, debido a la íntima relación que tiene con el bien y la belleza, siendo los tres Nombres de Dios. Este asunto es conocido como la doctrina de los trascendentales del ser. Son nociones primarias y convertibles entre sí: lo verdadero es bueno y es bello, lo bueno es bello y verdadero, lo bello es verdadero y bueno. Puede decirse que tanto el filósofo, el héroe como el artista aspiran al mismo Dios, hacia quien llegan en tanto Sabio, Sumo Bien o Belleza Suprema.
Existe una íntima unidad entre estas nociones, al punto que un primer error respecto de ellas puede desembocar en un verdadero sistema de negaciones, por haber comenzado tropezando. La primera cuestión a considerar es la capacidad –o la falta de ella– para descubrir la verdad. Es popular la opinión agnóstica o relativista: la verdad carece de existencia o, existiendo, no puede ser conocida. Ella siempre es algo inaccesible; depende del punto de vista, de la visión, de la perspectiva o lectura de cada uno. A la realidad no accedemos de forma directa –nos dicen– sino mediatizada por nuestras propias categorías, opiniones, percepciones. Y parecería un atrevimiento, un atropello a la opinión ajena proclamar el carácter absoluto de algo: nada es absoluto, todo es relativo. Nada es totalmente cierto ni totalmente falso sino que la verdad depende del sujeto. Y puesto que ¡vaya si hay muchos sujetos por ahí!, la verdad será multiplicable en relación a ellos. Habría tantas verdades como sujetos que las conocen y cada uno con su verdad.
Esta postura no significa más que el inicio de una cadena de negaciones que llevada, por ejemplo, al ámbito médico sirve de pretexto para prácticas como la anticoncepción, la eutanasia y el aborto: la conciencia se encontraría sola consigo misma en el acto de decidir qué hacer, sin estar ligada por obligaciones de carácter indiscutible. En el arte ocurriría lo mismo: toda expresión titulada artística será tenida por tal, aunque se trate de un pedazo de chatarra, un salpicado de colores, unos indescifrables trazos en un marco o las llamadas microficciones: cuentos estimados como “arte literario” de un renglón de duración.
A lo sumo será objetivo el conocimiento matemático-científico; estarán fuera de discusión los números, las estadísticas, los datos empíricos. Pero todo lo que remita a metafísica y teología no puede sino estar rociado por la incertidumbre. La verdad no se descubre: se construye. A través del consenso, los hombres se van poniendo de acuerdo en ciertas pautas a las cuales denominan –y sólo éso– “verdades”. Pautas que lejos de poseer carácter permanente, participan de la historicidad y del dinamismo propio de la libertad humana; pautas que cambian tanto como cambia el hombre.

El combate por la verdad y el conocimiento preciso de la postura que nos es contraria

Será legítimo, pues, hacer una apología de la verdad. Frente a los modernos Pilatos que preguntan con escepticismo Quid est veritas? –“¿Qué es la verdad?”–, rehusando una norma objetiva y consultando plebiscitarias mayorías, continúan vigentes las palabras de Nuestro Señor: Ego sum Veritas. Son las que no pasarán aunque cielo y tierra pasen. Tanto la historia y la doctrina, como las mismas Sagradas Escrituras, atestiguan este deber:
“Dedícate al cultivo de la sabiduría,
hijo mío, y alegra mi corazón,
para que puedas replicar a quien me agravia”.
Proverbios 27, 11

Para realizar esta defensa, téngase presente claramente las objeciones que recibe la noción de verdad –tal como el pensamiento clásico y la fe católica la sostienen.
La tesis general siempre es negativa: a la verdad objetiva no se puede llegar, porque todo conocimiento tiene por sujeto a una persona determinada, particular, con características diferentes de las demás. Entre la mente del hombre y la realidad hay un muro: a lo sumo, el hombre accede al mundo mediante tal o cual barrera, pero la misma no es sino el cristal con que se mira. En tanto subjetivo, el hombre participa su propia subjetividad al conocimiento. A la verdad objetiva no puede llegar una subjetividad. El conocimiento es relativo al sujeto.
Si esto es así, los parámetros de verdad, bondad y belleza –como hemos dicho más arriba– no tienen más firmeza que aquella que los hombres atribuyan. No existe algo verdadero, sino algo que llamamos verdadero. Y así con la palabra falsedad y las demás. El hombre, como mucho, puede etiquetar las cosas con tal o cual palabra, pero debe tener muy presente que tal denominación es necesariamente caprichosa: está sujeta a los cambios históricos, careciendo –de hecho y de derecho– de un carácter permanente.
Un planteo distinto, semejante pero moderado, sostiene que aunque el conocimiento humano no sea capaz de certezas, sí lo sería de probabilidades. Únicamente podríamos alcanzar lo probable, pero no lo verdadero. Se trata, pues, de un mundo en el cual nos vamos a regir a través de las experiencias, de las costumbres, que han arrojado –hasta ahora– determinado resultado. Pero viviríamos muy pendientes de lo impredecible: en determinado momento, todo podría cambiar. No llegamos a ninguna síntesis de las cosas: arañamos la esencia sin poder, ni por asomo, asirla.
Una tercera formulación tiene lugar en la dicotomía entre ser y apariencia. Existe, sí, un ser objetivo pero el hombre únicamente alcanza sus apariencias y nunca el ser mismo. Barajando términos equivalentes, podemos conocer el fenómeno –“lo que aparece”– sin jamás, ni por hipótesis, conocer el noúmeno: “lo que es”. No puede omitirse aquí a Emanuel Kant, filósofo alemán, cabeza de esta postura, que hasta el día de hoy se respira en la calle, en los discursos, en las conversaciones. Comportó una de las formulaciones más elaboradas del agnosticismo e inició en la historia del pensamiento el ocaso de la razón natural.
La cuarta formulación del escepticismo se asienta en torno a la duda. La comprobación de engaños por parte del hombre, tanto a nivel intelectual como sensible (ilusiones ópticas, confusión entre sueño y vigilia, errores de perspectiva) arrojarían una sombra de dudas sobre una generalidad de pensamientos que no solemos poner bajo tela de juicio. Pues bien, si estábamos en el error creyendo estar despiertos, por ejemplo, estando dormidos; si creyendo sumar o restar correctamente, tuvimos alguna vez un traspié; si en ése y en otros casos creíamos firmemente estar en la verdad –sin estarlo–, ¿por qué no pudiera pasar –ahora, en este mismo momento– lo mismo? ¿No podría suceder acaso que respecto de infinidad de “conocimientos” nos encontremos en el error, de igual manera que lo estuvimos en el pasado?

Nuestra respuesta

Ahora bien, ¿qué decimos nosotros? ¿Hay una réplica ante estos argumentos? ¿Son ideas invencibles, que deben ser acatadas con resignación? ¿O son construcciones con apariencia de contundencia pero que, consideradas detenidamente, se revelarían frágiles? Creemos que el primer paso de refutación del escepticismo consiste en hacer patente la existencia de un Orden Natural. Y por estos términos entendemos una disposición recta de las cosas y de sus partes hacia su fin, disposición que no depende de la voluntad humana sino que está fuera de su control. Vayamos a los ejemplos.
La ingesta de alimentos. La comida adecuada para una persona puede ser una fruta, un pedazo de carne o algún vegetal. Existen, pues, cosas que nutren al hombre: alimentos que lo fortalecen, que le brindan energía y sin las cuales su cuerpo se debilita hasta morir. Una manzana, por ejemplo, es adecuada para el hombre pero no lo será un pedazo de metal: entre el sistema digestivo y la manzana existe un parecido, una semejanza. Uno está hecho para el otro. Obviamente no ocurre lo mismo en el otro caso. ¿Por qué? ¿Acaso porque los hombres hemos comido manzanas a lo largo de los siglos y hemos consensuado el hábito de ingerir manzanas? ¿Cabría, igualmente, una vanguardia revolucionaria que empezara hoy en día a comer trozos de bronce?
La saliva que genera la boca va deshaciendo los alimentos que el hombre ingiere, los cuales comienzan a despedazarse para ser tragados correctamente. Un metal, en cambio, no se deshace en contacto con la saliva. Todo esto sin contar que las glándulas salivales no sólo producen el líquido necesario para desintegrar los alimentos sino que su extrema sensibilidad genera –al contacto con éstos y no con cosas diferentes– el placer propio de comer. Nada de esto ocurre cuando el hombre ingiere algo distinto.
Los aromas propios de la comida generan en el hombre ese apetito y expectación por ingerirlos, lo que no tiene lugar si huele otro tipo de cosas. Un perfume le resultará grato, pero no sentirá hambre. Así fue siempre y no medió contrato social alguno. Por supuesto: tampoco es lo mismo para el sistema digestivo un pedazo de madera que una manzana, como no lo es un trozo de vidrio que una porción de carne. Es evidente que estas sucesivas adecuaciones no son fruto de la decisión humana ni están sujetas al arbitrio del hombre. No puede modificarlas ni contradecirlas aunque junte mayoría absoluta en el Congreso de la Nación.
El surgimiento de la persona. Algo semejante puede afirmarse de la fecundación: sólo un óvulo y un espermatozoide pueden generarla. Colóquese cualquier par de células distintas: jamás podrá conseguirse la generación de un ser humano. Tal vez alguien argumentará que los modernos avances de la ciencia depositan en las manos del hombre lo que antes era exclusivo de la naturaleza; pero la respuesta a esta observación requiere una distinción elemental. Hay cosas que están en manos del hombre: la concepción de un embrión puede tener lugar –manipulación genética mediante– fuera del vientre materno o de cualquier otra manera. Pero escapa a su dominio lo fundamental: la concepción sólo puede tener lugar entre los gametos femenino y masculino.
Las normas de la arquitectura . Salta a la vista la importancia de respetar estas leyes a la hora de construir. Aquello que sostiene una edificación está ausente en las que se vienen abajo por culpa de malos constructores. El hombre no tiene ningún poder respecto de estas leyes: tiene que cumplirlas si quiere levantar un edificio sabiendo muy bien que una pequeña omisión puede terminar en un drama. El peso que es capaz de soportar cada columna no depende en absoluto de los deseos de veleidosas mayorías. Tales normas físicas no tienen derogación parlamentaria posible ni están en las manos de diputados o senadores. Se trata de una regularidad, de un patrón, de un orden, de un canon que preexiste al ser humano y frente al cual éste no puede sino descubrirlo.

Más sobre el Orden Natural

Los ejemplos mencionados son obviamente simples botones de muestra, entramados de un sistema mucho mayor. En la naturaleza, los minerales, vegetales, animales, en los sistemas y órbitas planetarias, es posible advertir la existencia de cierta regularidad que permite prever sus itinerarios y comportamientos. De ahí las ciencias de la naturaleza. No necesitamos mirar, otra vez, una planta para saber cómo tendrá lugar el proceso de la fotosíntesis; no necesitamos esperar al día de mañana para saber por dónde saldrá el sol, es decir, para saber el movimiento de la tierra. El mundo es poseedor de una estructura racional: puede ser entendido.
Las cosas no son refractarias a nuestra inteligencia: podemos comprenderlas, fundándonos en cierta lógica de las mismas, por la cual aparecen ante nuestros ojos como conectadas entre sí. De suerte tal que unas nos llevan a las otras. Si es cierto que muchas veces hay oscuridades, dificultades en la investigación, diferencias respecto al método e incluso dramáticas calamidades naturales; no es menos cierto que toda catástrofe es tal si existe algo distinto de la catástrofe: el orden. Un Orden Natural. Un orden más allá de la voluntad humana. Sólo porque éste –el orden– existe, deploramos el desorden. Únicamente porque “hay”, porque “existe” una norma violentada, la catástrofe natural es algo dramático. Porque “no debería” suceder y no obstante sucede, podemos dolernos de los desastres y sus víctimas.
Conviene meditar sobre esta intuición: únicamente porque percibimos que no es “de la esencia” de la naturaleza que existan terremotos, tsunamis y otras calamidades, advertimos la fatalidad que implica su existencia. La fatalidad de que las cosas, pudiendo ser mejor, no lo sean.
Los desastres naturales no prueban la inexistencia del orden natural. Tal argumento fue sostenido por ciertos ateos pero no demuestra lo que ellos pretenden. La evidencia apunta a otro lado. Estos desastres son testigos insobornables de la existencia de un deber ser fundante, de una fuente primera de normatividad, en virtud de la cual una catástrofe es una catástrofe. Si el desorden fuese propio de la esencia de las cosas, nada trágico ni dramático habría en que tenga lugar lo que no puede dejar de ser.
La manifestación originaria de un orden que escapa al arbitrio humano es el punto donde conviene apoyarnos para mostrar la fragilidad de las concepciones actuales.

Carácter «verbal» del mundo

Hay una última conclusión que debe extraerse del hecho de que el mundo pueda ser comprendido. Este orden de las cosas –a veces, como dijimos, perturbado– manifiesta lo que ellas son; expresa sus esencias. Las cosas tienen un «qué»: pueden ser entendidas, conceptualizadas, pensadas. No están vacías ni a la espera de un contenido “puesto” por el hombre. Preexisten a nuestra mente. Nos preceden. No las construimos. Anteceden a nuestro pensamiento y son independientes de él. Las cosas pueden ser objeto de nuestro conocimiento. A diferencia de las casualidades –imprevisibles, es decir, imposibles de «prever» – la realidad es asequible a la mente: puede ser pre-vista, observada antes. El azar no.
La inteligencia –como indica su etimología– es capaz de leer en el interior de las cosas: intus legere. Comparémosla con un libro: cada una de sus páginas puede ser leída porque su autor la escribió pensando en ella. Evidentemente, no da lo mismo cualquier palabra: colocando el vocablo «porque» el autor se prepara para fundamentar y no enunciar; al escribir «es evidente que» se limita a enunciar. En ambos casos, el lector entiende perfectamente la diferencia. Si el libro contuviera hojas llenas de letras –completamente al azar– nada podría leerse en él.
Algo puede leerse sólo si fue escrito. Y puede ser escrito sólo si fue pensado. El pensamiento es anterior a la escritura. Y a la palabra oral.
El libro, pues, está entre dos intelectos: autor y lector. Tal como el libro, podemos decir que la realidad está cargada de sentido: es capaz de ser «leída», entendida, comprendida. Las cosas pueden ser entendidas porque fueron hechas, diseñadas, creadas inteligentemente.
Pero ahora debemos continuar con el siguiente punto: la capacidad del hombre de conocer la verdad. ¿Puede hacerlo o es impotente?

Contestando a los sofistas de ayer y de hoy

En primer lugar, señalemos –con Aristóteles– la contradicción que tiene lugar entre la vida y esta postura: inevitablemente, la cotidianeidad de los relativistas –como la de cualquiera– está plagada de verdades y no de dudas o fatales ignorancia. Precisamente, aquellas dudas que suscitan la problemática son –en buena proporción– voluntarias y no espontáneas. Baste aquí como ejemplo el quiero dudar de Descartes. Si bien cuando el hombre sueña puede creerse despierto, no es menos cierto que despierto sabe que no está soñando. Camina por la ciudad, observa un pozo y lo esquiva, sin considerarlo una ilusión óptica. Si tiene hambre, come queso y no duda que tiene mejor sabor que un pedazo de vidrio.
El escéptico puede protestar que son ejemplos menores. Concedido. Pero no invalida nuestro planteo: siendo su postura una negación universal –decir “no hay certeza” significa decir en el fondo “no hay ninguna certeza”–, bastaría una sola cosa, una única verdad que resista. Decía Etienne Gilson: “los que pretenden pensar de otra manera (es decir, desconfiando a priori de nuestras percepciones más fundamentales) piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que están desempeñando un papel”.
Encaremos el primer argumento. ¿Qué decir sobre aquél que sostenga no conocer lo verdadero sino lo probable? De la pluma de San Agustín tomaremos prestada la respuesta.
La palabra probabilidad es sinónimo del término verosimilitud. Y el significado de ambos yace en la etimología del segundo: “lo que se aproxima, lo que se acerca, lo que se asemeja a la verdad”. Así las cosas, el escéptico no llega a decir que conoce la verdad sino únicamente aquello que se aproxima a ella, aquello que se asemeja a ella, aquello que probablemente sea verdad.
Ahora bien, pensemos en una mujer muy parecida a su madre. Si preguntados por el parecido de la hija con la madre respondemos nosotros que sí, ¿qué descubrimos? Descubrimos que podemos responder de esta manera sólo si conocemos el rostro de la madre. Más aún: para responder –si fuera el caso– que no se parecen, también sería necesario conocer el rostro materno. En efecto, no puedo decir que madre e hija son parecidas si no conozco antes la faz de cada una de ellas. ¿Qué se diría de un diálogo como éste?:

– ¡Qué parecida es Marina a su madre!
– ¿Conoces a su madre?
– No.

Del mismo tenor sería el ejemplo de un barco navegando en alta mar. Para decir que la embarcación se encuentra muy cerca del puerto, es necesario conocer la localización del puerto, puesto que en virtud del término final son conocidos los términos intermedios del desplazamiento. El capitán del barco no puede afirmar que está seguro de que está muy próximo y, preguntado por la ubicación del puerto, contestar: “No lo sé, pero sin embargo tengo certeza de que estamos próximos”.

“Oyendo esto, ¿podría alguno contenerse la risa?”.

El probabilismo no es suficiente para conmover la capacidad humana de asir verdades: “la probabilidad o verosimilitud –y la misma palabra latina vero-similis se prestaba admirablemente en su constitución esencial al argumento ad hominem de San Agustín– no tiene sentido sino por referencia a la certeza y a la verdad; y que si éstas no son poseídas, mucho menos aquéllas, cuya comprensión se apoya en las primeras” .
Vayamos al binomio ser–apariencia. Como señalamos antes, nuestro adversario podría sostener la imposibilidad de conocer el ser, quedando al alcance del hombre únicamente la apariencia. El ser humano accedería sólo a fenómenos, que bien puede clasificar, distinguir, colocar en tal o cual categoría. Pero fenómenos cerrados en sí mismos, apariencias de ser imposibles de traspasar, opacas para la inteligencia; conocimientos que deben conformarse con ser valorados como frágiles imágenes de la realidad y nada más.
Ahora bien: ¿tiene aquí razón el escepticismo?
Es evidente que quien distingue dos, conoce ambos. Nuestro adversario ha distinguido, claramente, entre el ser y la apariencia. Y ha dicho que conoce el segundo y no el primero. Pero, cuestionémoslo: ¿cómo se puede distinguir entre ser y apariencia, ignorando el ser mismo? Porque todo juicio de comparación entre dos supone el conocimiento de los dos.
En la hipótesis agnóstica el problema no hubiese tenido lugar. En efecto, aquello que desencadena la dicotomía ser–apariencia es percibir a la apariencia como recorte del ser. Pero esta diferenciación no puede existir si no se compara el ser con la apariencia. Para conocer a la apariencia, como tal, forzosamente debe hacérseme presente –antes– lo que no es apariencia: el ser. De lo contrario ella misma se disuelve: ¡toda apariencia es apariencia de algo! ¡Y ese algo no es apariencia!
La misma entidad de la apariencia tiene su origen en el ser. La apariencia es siempre apariencia de algo. No puede ser apariencia de nada. Luego, no puede conocerse la apariencia como apariencia sin conocer, antes, al ser del cual la apariencia depende. Tanto si hablo de apariencia como si hablo de representación, estamos en el mismo caso:

“¿Por qué diríamos (representación) “de un hombre” si el hombre nunca nos fuera presente; si sólo nos fueran presentes “representaciones”? ¿Por qué no podríamos hablar con sentido de “representación” sin incluir aquello de lo cual es presentación, mientras que podemos perfectamente hablar de “hombre”, “casa”, “piedra”, sin definirlos por relación a ninguna representación? ¿Por qué, si no fuera porque el ente irrelativo es lo primeramente conocido?, ¿y la “representación” algo puramente relativo al ante? Si no, habría que decir “es la representación de la representación de la representación…” y así al infinito” .

Si el ser estuviese, efectivamente, en la oscuridad de lo inhallable, no preguntaríamos por él. Ni siquiera para negar la posibilidad de descubrirlo podríamos nombrarlo con algún sentido.
El argumento que sigue es la duda. ¿Cómo estar seguros que aquello que en este mismo momento se me presenta como verdadero, lo es realmente? ¡Cuántas veces creí estar en lo correcto, sin estarlo! ¡Cuántas veces tomé la sombra por realidad, la imagen por cosa, el espejismo por color, el sueño por vigilia, lo malo por lo bueno, lo falso por verdadero! La firmeza misma con la que en este mismo momento apostaría que estoy despierto, ¿es suficiente para aventar toda duda?
Veamos qué es dudar: “Estar el ánimo perplejo y suspenso entre resoluciones y juicios contradictorios, sin decidirse por unos o por otros” (RAE). El que duda, pues, se mantiene tironeado entre proposiciones que no pueden ser admitidas al mismo tiempo, sin tomar partido por ninguna.
Examinemos ahora si es posible una duda respecto de todo. Derisi responderá negativamente y dará sus razones: “Sin el ser (…) que le dé sentido y sostén, la duda es imposible, es impensable. Precisamente porque no es lo mismo ser y no-ser, ser de este modo, o ser de aquel otro, la inteligencia suspende su afirmación o negación, duda” .
Desentrañemos esta cita. Si miramos con atención, quien verbalmente manifiesta dudar de todo, sin embargo, tiene la certeza de que dos cosas contradictorias no pueden ser simultáneamente verdaderas. Esta es una experiencia personal imposible de negar.
Armado de esta razón, Monseñor Derisi concluye vigorosamente: “Una duda universal que pretendiese no aceptar nada como verdad, sería, por eso, no sólo contradictoria, sino impensable e imposible, se diluiría como duda, al diluirse como pensamiento” .
También el santo de Hipona, antes escéptico, los pone contra las cuerdas de esta manera:
“Si dudan, viven; –si dudan, recuerdan por qué dudan; –si dudan, entienden que dudan; –si dudan, quieren estar ciertos; –si dudan, piensan; –si dudan, saben que no saben; –si dudan, juzgan que no hay que afirmar temerariamente. De todo esto no pueden dudar ni siquiera los que de todo lo demás dudan; pues si todo esto no fuese, ni siquiera dudar podrían”. (De Trinitate X, 10, 14)
Si insistieran, como último recurso, diciendo: ¿Qué, si te engañas? ¿Qué, si acaso nos engañamos respecto de todas estas conclusiones, apoyadas en el dudoso valor de una dudosa inteligencia, débil, enferma, limitada? No cabría mejor respuesta que la siguiente:

“si me engaño ya soy; porque el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño”.

Y San Agustín (en su Contra Académicos) continúa preguntando: “¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño?”, para concluir magníficamente: “Y pues existiría si me engañase, aún cuando me engaño, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo; que me conozco”.

El último argumento

Queremos señalar, finalmente, el contrasentido en que el escéptico vive nomás cuando se pone a hablar. Y la postura según la cual “la verdad no existe” o, existiendo, “no puede ser conocida” no es una excepción. En efecto, esta postura, en sí misma –podríamos preguntar–, ¿es verdadera o falsa?
Primera posibilidad. Si no fuese verdadera, entonces está en el error el escéptico. Y si el escéptico está en el error, estamos en lo correcto nosotros.
Si, por el contrario, la postura escéptica fuese verdadera, la situación no varía. Porque entonces esta posición afirma lo que niega y niega lo que afirma, disolviéndose como postura sostenible al mismo tiempo que desquiciándose como capaz ser comprendida. No queda más que reconocer la existencia de la Verdad para –luego– refutar que la verdad sea tal o cual cosa. La existencia de la verdad no puede ser discutida, no puede ser objeto de discusión sino base de todas ellas; lo que hace posible toda discusión, quedando como “telón de fondo” del pensamiento, incapaz de preguntarse por la verdad desde fuera de sí mismo.
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte” .

Asombrosas, sencillas y difíciles palabras del filósofo italiano Sciacca. El que pregunta por la verdad no está fuera sino dentro de la pregunta misma.

Pero pongamos ahora un escéptico que no se rinde. Respondería: “No es así como usted dice. Claro que si suponemos que hay afirmaciones verdaderas o falsas –es decir, afirmaciones que coinciden con la realidad y afirmaciones que no–, mi postura carece de respaldo. Pero precisamente estoy poniendo en tela de juicio eso: que existan afirmaciones verdaderas o falsas”.
La objeción no es menor: “mientras sigamos hablando el lenguaje propio del pensamiento occidental, forzosamente debemos caer en la verdad o en el error. Y así, de antemano ustedes llevan las de ganar. Porque todas las objeciones al pensamiento católico y clásico están formuladas en términos de la cosmovisión católica y clásica. Pero justamente, nosotros pretendemos abandonar ese bagaje lingüístico y conceptual por el cual estamos (de antemano) vencidos. Pretendemos renunciar a los términos “verdad” y “falsedad” que remiten a algo independiente del pensamiento, como si existiera algo objetivo que debe ser respetado y respecto de lo cual debemos ordenarnos”.

Veamos nuestra respuesta a éste, el último argumento.
Aquí o en China la palabra externa u oral del ser humano –los sonidos con que se comunica– manifiestan lo que piensa. Aquí o en China, con la palabra hacemos patente nuestro pensamiento. Cuando alguien no nos habla podemos conjeturar qué piensa de tal o cual situación pero no lo sabemos hasta que no decida comunicarse, sea por señas, signos o por palabras: hablando.
Y en cualquier lugar o tiempo, cuando pronunciamos palabras decimos algo de algo. Con la palabra no significamos palabras; es evidente que con la palabra “hombre” no significamos un sonido. Al contrario: con la palabra “hombre” significamos hombres. No sonidos. Con las palabras, pues, significamos algo.
Y ese «algo» al que nos referimos con los vocablos lo sabemos real; es decir, independiente de nuestro pensamiento. Quien nos pregunta algo no pretende saber lo que pasa en nuestra cabeza sino aquello que es. En la conversación cotidiana no hablamos de lo que sucede en nuestra mente –salvo que expresamente lo aclaremos– ni pretendemos comunicar puras “interpretaciones” ni “pensamientos”. Normalmente pretendemos decir, hablar, de lo que realmente es.
¿Cuál es el punto de inflexión? En la hipótesis del argumento adversario –según la cual sólo por efecto de la influencia histórica del catolicismo y del pensamiento clásico nos “construimos” la idea de una verdad frente a la cual debemos adecuarnos– no discutiríamos. Ningún debate tendría sentido: sería imposible de raíz, porque dos ideas, dos pensamientos, sólo pueden entrar en pugna; sólo pueden contradecirse si se refieren a algo distinto de ellos mismos.

“La contradicción solamente puede existir y sólo puede ser entendida cuando conozco los términos de la misma; pero sólo puedo conocerlos en cuanto contradictorios por referencia a un tercero no-contradictorio en cuya virtud la misma contradicción existe. Este tercero no-contradictorio es el ser” .

La disputa tiene sentido en tanto dos –por lo menos– luchan por algo que no pueden poseer simultáneamente. Pero suponiendo que nuestro lenguaje no exprese el ser ni pueda –por impedimento congénito– expresarlo; suponiendo que verdad y falsedad sean supersticiones, ninguna idea entraría en colisión con otra. Podrían ser perfectamente válidas ambas y no deberían batallar entre sí, puesto que cada una no se entrometería sino con ella misma: les bastaría su propia identidad.
Pero las ideas batallan entre sí. ¿Por qué? Porque pretenden, por debajo de sí mismas, ser verdaderas: estar en adecuación con la realidad. Y acusan a su adversaria de ser falsas. Si no fuera así, ¿para qué discutir? ¿Para qué argumentar?
Nuestros objetores creen ser esclavos de palabras, cuando en realidad son esclavos de lo que son. No es que no puedan librarse del “lenguaje occidental, católico y cristiano”: no pueden librarse de su naturaleza humana.

Stat Veritas: la verdad permanece

Es posible que nuestro escéptico agache la cabeza y reconozca la validez de nuestras palabras. Si eso hiciera, habría que señalarle que, estrictamente, no son nuestras:
–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme .
La humildad es esencial a la filosofía: La humildad es andar en la verdad –dice Santa Teresa– y quien ésto no entiende, anda en la mentira. En la disputa intelectual puede quedar, ciertamente, un vencedor y un vencido. Pero erraría el vencido si no advirtiese el bien recibido luego de la derrota:
“convencer a otro es, efectivamente, vencerlo: pero no de tal modo que el vencido quede bajo el imperio de su vencedor, como en la lucha física, sino de manera tal que se vea obligado a reconocer el imperio de la Verdad, del cual el mismo vencedor se declara sujeto” .
Vale decir que este “‘doblegar’ al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: ‘se vea forzado a aprobar otras cosas que (antes) había negado…’”. Aún cuando es el mismo hombre el que aprueba otras cosas, antes negadas, sin embargo, no puede decirse que sea conducido suavemente:
“reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y ‘forzar’ es, ciertamente, ‘vencer o doblegar una fuerza contraria’. Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este ‘forzamiento’ no es sino el reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la dignidad suprema de la Verdad” .
La palabra que arguye lleva consigo un vigor, una potencia, una energía. Ciertamente tiene lugar un forzamiento, pero de tal manera “que, por coincidir con la naturaleza misma de la razón, solo violenta a una fuerza que antes la desnaturalizara: a saber, la fuerza del error o, peor aún, del engaño racional” . Así las cosas, “Derrotar al adversario pasa a ser, así, el ejercicio más alto de auténtica beneficencia para quien reconoce en la Verdad el Bien plenificante del espíritu humano” .
Todo el hombre –no sólo su intelecto– combate en estas lides
Yendo al final de nuestra exposición, reconozcamos las fronteras de nuestras argumentaciones. El hombre tiene inteligencia, ciertamente, pero no sólo. Tiene un corazón que debe ser conmovido junto con el intelecto, a fin de hacerle desear, ver y creer en la verdad. Si tiene razón Chesterton cuando escribió “Curar a un hombre no es discutir con un filósofo, es arrojar un demonio”, la disputa intelectual no equivale a una partida de ajedrez.
La Verdad Divina –que no es otra cosa que Dios mismo– es, si se quiere, la Respuesta a nuestras preguntas. Ciertamente lo es. Es la respuesta a esa búsqueda permanente, ansiosa, desasosegada e impostergable del “todo”. Pero también es el Amor. El Amor que busca amar, que hizo a los hombres por amor y para el amor. Y es el Amor que llama a las puertas del corazón humano tanto con la mano derecha como con la izquierda, según bella expresión del Padre Ramón Cué. Si el encanto con que Dios ha engalanado las cosas mueve a buscarlo por el camino de la sabiduría, la seducción que provoca el Corazón de Dios –Cor Iesu– arrebata el alma por el camino del amor. Pero si la primera vía puede ser común a los filósofos, la segunda tiene por llave maestra la fe. Quiera Dios que podamos no sólo reposar nuestro intelecto en su Mente Increada, océano de Verdad y Sabiduría, sino también descansar nuestro corazón en Aquél que la lengua humana llama el Amor de los Amores, incesante pescador de hombres:








La Gracia

Y no valdrán tus fintas, tu hoja prima
ni tu coraza indómita nielada
a desviar el rayo, la estocada
en la tiniebla a fondo de tu sima.

¿No ves centellear allá en la cima
de gracia y luz diamante, ascuas de espada?
No, esquivo burlador, no valdrán nada
careta ni broquel, guardia ni esgrima.

No te cierres rebelde, no le niegues
tu soledad. Es fuerza que le entregues
de par en par tu pecho y coyunturas.

Que así vulnera el Diestro, y así elige
–caprichos del deseo– y así aflige
y así mueren de amor las criaturas.

GERARDO DIEGO

viernes, 16 de septiembre de 2011

Documental sobre origen del hombre



Treinta expertos opinan sobre la evolución, la creación y la fe


Bajo los auspicios del Pontificio Consejo para la Cultura, y como parte del Proyecto STOQ (Science, Theology and the Ontological Quest), acaba de ver la luz la versión trilingüe, italiana, española e inglesa del DVD “El Origen del Hombre”.

Se trata de una serie de nueve documentales en torno a la evolución, la creación y la fe, elaborados con el asesoramiento de profesores de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y de otras universidades. Recogen opiniones de más de treinta científicos, entre ellos, los premios nobel Christian De Duve y Werner Arber. Algunos de ellos son creyentes, católicos, protestantes o judíos, y otros no.

Estos documentales, realizados por Goya Producciones, investigan el desarrollo del Universo desde el "Big Bang" hasta los primates, los homínidos, y el triunfo del "Homo Hapiens". Responden a las preguntas ¿cómo nació el universo? ¿surgimos por azar?, ¿hubo una inteligencia que guió la evolución?

El premio nobel Christian de Duve afirma que la teoría de que el mundo es eterno, inventada por Fred Hoyle, demostró ser falsa y tuvo razón su maestro Lemaitre al descubrir la teoría del "Big Bang", la explosión que dio origen al universo.

El profesor belga Michel Ghins cree que la teoría de "los universos múltiples" fue ideada para escapar a la hipótesis de que Dios creó nuestro mundo. Pero esto no es una escapatoria porque "es imaginable que Dios Todopoderoso crease esta profusión de múltiples universos".

Para el profesor italiano Evandro Agazzi, el azar no explica la existencia del mundo. Los que creen explicarlo todo a partir de alguna ciencia positiva caen en una "actitud reduccionista anticientífica".

El profesor de Boston Thomas Glick cree que estos fundamentalistas del materialismo se fabrican una especie de religión o metafísica, "pero nadie confunde esto con ciencia".

Para el profesor Arana, de la Universidad de Sevilla "nunca hubo oposición entre fe y razón. Pero siempre hubo oposición entre dos ‘fes': la fe cientista, por decirlo así, y la fe religiosa".

¿Es pues la Biblia compatible con la ciencia? El premio nobel suizo Werner Arber responde: "Yo puedo leer en el Génesis, al comienzo del Antiguo Testamento, que el mundo fue creado en varios periodos, y para mí, esos varios periodos son precisamente evolución".

En opinión del investigador holandés Cees Dekker "el método de la ciencia por sí mismo no es cristiano ni es ateo. Ciencia y religión no están en conflicto. Y la ciencia en sí misma encaja muy bien con la visión cristiana del mundo".

La serie "El Origen del Hombre", afirma la productora, "pone al desnudo una cierta explotación ideológica de la ciencia, y en particular del darwinismo. Darwin fue manipulado a favor del racismo, tanto por parte del marxismo como en la Alemania nazi y en Estados Unidos. La Iglesia católica, por su parte, no condenó a Darwin. La evolución podría haberse dado dentro de la creación".

Esta serie audiovisual, añade, expone "la inconsistencia de posiciones ateas como las de Stephen Hawking o Richard Dawkins en un extremo, y la de los fundamentalistas bíblicos y creacionistas en el otro". Concluye que “no es científico negar lo sobrenatural. La ciencia natural no capta lo que cae fuera de la esfera material".

Esta nueva versión del DVD ha contado con una ayuda de la John Templeton Foundation y de otros patrocinadores. En Italia la distribuye Diffusione San Paolo bajo el título “L’Origine dell’Uomo”.

ROMA, jueves 15 septiembre 2011 (ZENIT.org).-

lunes, 20 de junio de 2011

Un experto derriba mitos anticatólicos sobre las Cruzadas



El historiador doctor Paul F. Crawford del Departamento de Historia y Ciencias Políticas de la Universidad de Pennsylvania (Estados Unidos), desmiente cuatro mitos anticatólicos sobre Las Cruzadas, según lo informa un cable de la agencia Aciprensa emitido desde su redacción central en Lima. Uno de esos mitos es el que afirma que quienes participaron en las Cruzadas se habrían llenado de riquezas cuando en realidad lo que sucedió es que muchos terminaron en bancarrota.

La información de Aciprensa dice que el investigador de las Cruzadas señala que con frecuencia "las cruzadas son mostradas como un episodio deplorablemente violento en el que libertinos occidentales, que no habían sido provocados, asesinaban y robaban a musulmanes sofisticados y amantes de la paz, dejando patrones de opresión escandalosa que se repetirían en la historia subsecuente".

"En muchos lugares de la civilización occidental actual, esta perspectiva es demasiado común y demasiado obvia como para ser rebatida", prosigue.

Sin embargo, precisa el experto autor del libro "The Templar of Tyre", la "unanimidad no es garantía de precisión. Lo que todo el mundo ‘sabe’ sobre las cruzadas podría, de hecho, no ser cierto".

Seguidamente rebate, uno a uno, cuatro mitos que terminan por mostrar algo que, en realidad, no fueron las Cruzadas.

Primer mito: "Las cruzadas representaron un ataque no provocado de cristianos occidentales contra el mundo musulmán"
Crawford señala que "nada podría estar más lejos de la verdad, e incluso una revisión cronológica aclararía eso. En el año 632, Egipto, Palestina, Siria, Asia Menor, el norte de África, España, Francia, Italia y las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega eran todos territorios cristianos. Dentro de los límites del Imperio Romano, que todavía era completamente funcional en el Mediterráneo oriental, el cristianismo ortodoxo era la religión oficial y claramente mayoritaria".

Hacia el año 732, un siglo después, los cristianos habían perdido la mayoría de esos territorios y "las comunidades cristianas de Arabia fueron destruidas completamente en o poco después del 633, cuando los judíos y los cristianos por igual fueron expulsados de la península. Aquellos en Persia estuvieron bajo severa presión. Dos tercios del territorio que había sido del mundo cristiano eran ahora regidos por musulmanes".

Lo que sucedió, explica el experto, sí lo sabe la mayoría de la gente pero solo lo recuerda cuando se les "precisa un poco": "La respuesta es el avance del Islam. Cada una de las regiones mencionadas fue sacada, en el transcurso de cien años, del control cristiano por medio de la violencia, a través de campañas militares deliberadamente diseñadas para expandir el territorio musulmán a expensas de sus vecinos. Pero esto no dio por concluido el programa de conquistas del Islam".

Los ataques musulmanes contra los cristianos siguieron ya no solo en esa región sino contra Europa, especialmente Italia y Francia, durante los siglos IX, X y XI, lo que hizo que los bizantinos, los cristianos del Imperio Romano de Oriente, solicitaran ayuda a los Papas. Fue Urbano II quien envió las primeras cruzadas en el siglo XI, después de muchos años de recibir el primer pedido.

Para Crawford, "lejos de no haber sido provocadas, las cruzadas representan el primer gran contraataque del Occidente cristiano contra los ataques musulmanes que se habían dado continuamente desde el inicio del Islam hasta el siglo XI, y que siguieron luego casi sin cesar".

En cuanto a este primer mito, el experto hace una sencilla afirmación para entender un poco mejor el asunto: "Basta con preguntarse cuántas veces fuerzas cristianas han atacado la Meca. La respuesta, por supuesto, es nunca".

Segundo mito: "Los cristianos occidentales fueron a las cruzadas porque su avaricia los motivó a saquear a los musulmanes para hacerse ricos"
"Nuevamente –explica Crawford– no es verdad". Algunos historiadores como Fred Cazel explican que "pocos cruzados tenían suficiente dinero para pagar sus obligaciones en casa y mantenerse decentemente en las cruzadas".

Desde el principio mismo, recuerda Paul F Crawford, "las consideraciones financieras fueron importantes en la planeación de la cruzada. Los primeros cruzados vendieron tantas de sus posesiones para financiar sus expediciones que generaron una extendida inflación".

"Aunque los siguientes cruzados tomaron esta consideración en cuenta y comenzaron a ahorrar mucho antes de embarcarse en esta empresa, el gasto seguía estando muy cerca de lo prohibitivo", añade.

Tras recordar que lo que algunos estimaban iban a costar Las Cruzadas era "una meta imposible de lograr", el historiador señala que "muy pocos se hicieron ricos con las cruzadas, y sus números fueron empequeñecidos sobremanera por quienes quebraron. Muchos en el medioevo eran muy conscientes de eso y no consideraron a las cruzadas como una manera de mejorar su situación financiera".

Tercer mito: "Los cruzados fueron un bloque cínico que en realidad no creía ni en su propia propaganda religiosa, en vez de eso tenían otros motivos más materiales"
Este, señala el experto historiador, "ha sido un argumento muy popular, al menos desde Voltaire. Parece creíble e incluso obligatorio para la gente moderna, dominada por la perspectiva del mundo materialista".

Con una tasa de bajas que bordeaba el 75%, con una expectativa de volver quebrado y no poder sobrevivir, ¿cómo tenía resultado la prédica para que más personas se enrolaran?, cuestiona el historiador.

Crawford responde explicando que "las cruzadas eran apelantes precisamente porque era una tarea dura y conocida, y porque emprender una cruzada por los motivos correctos era entendida como una penitencia aceptable del pecado. Lejos de ser una empresa materialista, la cruzada era impráctica en términos mundanos, pero valiosa para el alma".

"La cruzada era el ejemplo casi supremo de ese sufrimiento complicado, y por eso era una penitencia ideal y muy completa", añade.

El historiador indica luego que "con lo complicado que puede ser para la gente actual creer, la evidencia sugiere fuertemente que la mayoría de los cruzados estaban motivados por el deseo de agradar a Dios, expiar sus pecados y poner sus vidas al servicio del ‘prójimo’, entendido en el sentido cristiano".

Cuarto mito: "Los cruzados le enseñaron a los musulmanes a odiar y atacar a cristianos"
Otra vez, aclara Paul Crawford, nada más alejado de la verdad. El historiador señala que "hasta hace muy poco, los musulmanes recordaban las cruzadas como una instancia en la que habían derrotado un insignificante ataque occidental cristiano".

La primera historia musulmana sobre las cruzadas no apareció sino hasta 1899. Por ese entonces, el mundo musulmán estaba redescubriendo las cruzadas, "pero lo hacía con un giro aprendido de los occidentales".

"Al mismo tiempo, el nacionalismo comenzó a enraizarse en el mundo musulmán. Los nacionalistas árabes tomaron prestada la idea de una larga campaña europea contra ellos de la escuela europea antigua de pensamiento, sin considerar el hecho de que constituía realmente una mala representación de las cruzadas, y usando este entendimiento distorsionado como una forma para generar apoyo para sus propias agendas".

Entonces, precisa el doctor Crawford, "no fueron las cruzadas las que le enseñaron al Islam a atacar y odiar a los cristianos. Muy lejos de eso están los hechos. Esas actividades habían precedido a las cruzadas por largo tiempo, y nos llevan hasta el origen del Islam. En vez de eso, fue Occidente quien enseñó al Islam a odiar las Cruzadas. La ironía es grande".+


Lima (Perú), 20 Jun. 11 (AICA)


jueves, 7 de abril de 2011

¿Dónde están las reliquias de la Pasión?

Por P. Ignacio Acuña Duarte. S.J. Desconocidas y poco veneradas Para un mundo informado sólo por los ojos de la carne, Semana Santa apenas representa un espacio de “reflexión y purificación de la memoria”. Alguno más piadoso, quizás, sólo concentre la mirada en la fiesta de la Resurrección, obviando implícitamente los sufrimientos inenarrables de la Pasión y de la Cruz. La ciencia, por su parte, se empeña en “desmitificar” la tradición y la fe, confundiendo con fraudes y engaños a los fieles poco instruidos con sensacionalismo barato. La prensa corre con gran parte de la responsabilidad al difundir semejantes sandeces y medias verdades. Con el correr del tiempo, es verdad, muchas de las “impresionantes revelaciones” caen en el olvido o el descrédito, pero en el corazón de las personas queda la sensación de desacralización. Un caso típico ha sido el montaje paracientífico y manipulador del Santo Sudario. ¿Cuántos ilusos aún repiten con tono seguro las irresponsables afirmaciones que la prensa se apresuró a divulgar sobre supuestos descubrimientos de fraude en el Santo Sudario de Turín? Evidentemente ninguno de estos personajes conoce los dictámenes de la ciencia profesional que concluyó certificando la autenticidad de la preciosa reliquia. Valga como referencia la conversión de investigadores tras el proceso de estudio y verificación. Pero como el escándalo vende, aún queda quien asegure que se trata de una invención medieval realizada por medio de complejos procesos holográficos para producir el efecto 3D cuando en el siglo XIX se mirase el negativo y se ampliaran, por ejemplo, la zona de los ojos y se observase sobre ellos monedas romanas del año 30 según la costumbre local. De todo eso y mucho más deberemos soportar cada Semana Santa, repetidos ad nauseam por todos los medios de comunicación esmerados en entrevistar desconocidos expertos en negar todo lo afirmado y en afirmar todo lo negado. Las preciosas reliquias de la Pasión Un silencio revelador es el que se hace en torno a todas las reliquias que se conservan de la Pasión. ¿Quien se ha enterado de su existencia o ha recibido la sugestión de visitarlas y venerarlas con piadoso amor? La cristiandad cuenta con decenas de ellas. Todas son testimonios ciertos de la veracidad histórica de los Evangelios y obligan - forzosamente - a darles aceptación. Cosa aparte es la rebelión a la consecuencia que ello implica, esto es, la suprema virtud y verdad que de ellos emana y la necesidad de seguir a Cristo a riesgo de la condenación eterna. Examinemos, en tanto, el glorioso panorama que nos ofrece la Santa Iglesia, Maestra infalible de la Verdad y depositaria de tan ricos dones. Las columnas del Templo de Jerusalén El magnífico templo que había en Jerusalén cuando murió nuestro divino Redentor fue destruido, y según el sagrado vaticinio pronunciado por sus labios sagrados, no quedó piedra sobre piedra. Constantino el grande hizo trasladar doce columnas de este templo destruido, para que se colocaran delante de la Confesión de San Pedro; hoy en día aún se ven ocho debajo de la magnífica cúpula del Vaticano, dos en el altar de San Mauricio, dentro de la capilla del Santísimo, y otra en la cámara inferior de la capilla della Pietá, que según la tradición es en la que estuvo apoyado el divino Jesús cuando de edad de doce años disputó con los doctores de la Ley. Columnas del velo del templo El velo del templo de Jerusalén, que se rasgó en dos partes al morir nuestro divino Salvador, era sostenido por dos columnas, las cuales hoy día se conservan en el claustro de la basílica de San Juan de Letrán, en Roma. Mesa de la Cena La mesa, en la cual el amabilísimo Jesús celebró la última Cena e instituyó el adorable Sacramento del altar, se conserva y venera en la misma basílica de San Juan de la Cruz. Plato de la Cena Se conserva uno en la santa iglesia de Génova Toallas De las que sirvieron, tanto para lavarse las manos al Salvador como para enjuagar los pies a sus Discípulos, se conserva una parte notable en la citada basílica de San Juan. Asiento Del que, en forma de cama, sirvió a nuestro amable Jesús en la última Cena, se conserva una gran parte en la capilla llamada Sancta Sanctorum, en Roma. Cáliz El precioso cáliz de que se sirvió nuestro divino Redentor al instituir el augustísimo Sacramento del altar, tiene la imponderable dicha de conservarlo la santa y metropolitana Iglesia de Valencia: todos los años se coloca en el Monumento. Monedas que recibió Judas Se conservan tres en la catedral de Génova, y una en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, en Roma Cenáculo Ocupado hasta mediados del siglo XX por los musulmanes, este lugar, uno de los más santos en la tierra, puede ser visitado bajo las condiciones impuestas por el gobierno que actualmente rige Tierra Santa. Los cristianos pueden visitarlo y ganar las preciosas indulgencias concedidas por los Romanos Pontífices a cuantos orasen en tan santo sitio. Huerto de Getsemaní Tanto la gruta en donde oró nuestro divino Redentor, que se conserva en su estado natural, como algunos de los olivos, que se cree son los mismos que existían en tiempo de la Pasión del Señor, están bajo la custodia de los ejemplares hijos del patriarca de Asís, en Jerusalén. Piedra del torrente del Cedrón Habiendo prendido al Señor, y llevándolo a la casa de Anás, al pasar por el torrente de Cederrón, la tradición dice que tiraron al Señor al fondo del torrente, dejando impresas las huellas de sus pies, rodillas, manos y cabeza sobre la durísima piedra que aún hoy se muestra a los peregrinos. Cuerdas con que fue atado el Señor Un pedazo importante se conserva en España, en la basílica del Escorial, y otro en Italia, en la catedral de Anaghi. Casa de Anás En el lugar donde estuvo esta casa hay una iglesia y convento, ocupado por monjas armenias. Casa de Caifás En el lugar en que estuvo hay una iglesia, cuidada por los armenios: en ella se ve un calabozo muy reducido, en donde pasó algunas horas nuestro divino Salvador: allí mismo había una columna en la cual estuvo atado, y es la que hoy se venera en Roma, en la iglesia de santa Práxedes. En el altar que hay en el fondo del ábside de esa iglesia se ve la piedra que se puso a la puerta del sepulcro del Salvador. Lienzo con que vendaron los ojos al Señor Se venera una parte en la iglesia de San Francisco á Ripa, en Roma. Pretorio de Pilatos El lugar en donde estaba hoy día también estuvo ocupado por los musulmanes, pero los fieles ya pueden visitarle y ganar indulgencia plenaria orando allí. Escala Santa Se llama así la que estando en el pretorio de Pilatos fue santificada y regada con la sangre de nuestro amable Salvador: tiene veintiocho gradas; se conserva en Roma, en la iglesia que lleva su nombre. Los fieles la suben de rodillas. Columna de la flagelación La principal parte se conserva en Jerusalén en la capilla que los Padres Franciscanos tienen en el Santo Sepulcro; pero se veneran partes muy notables en las principales basílicas de Roma, en la basílica del Escorial en España y en la iglesia de San Marcos de Venecia. Azotes Se veneran en la catedral de Anagni y en la Iglesia de Santa María in vía lata en Roma. Corona de Espinas Se venera en la Santa Capilla de Paris, pero sin espinas que han sido distribuidas por toda la cristiandad: en Roma son cerca de veinte las que reciben veneración pública: las iglesias que tienen más son las de San Marcos y Santa Praxénedes, las cuales conservan tres. En el Vaticano hay dos; en San Juan de Letrán una, etc. En España son muchas las que reciben veneración en diversas iglesias: en el Escorial se veneran once; Barcelona tiene la dicha de venerar varias, y en el célebre santuario de Montserrat se custodian dos. Clámide Se conserva parte en las iglesias de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Francisco à Ripa, en Roma Columna de los improperios Se conserva en la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. Arco del Ecce Homo Hoy día se ve gran parte de él en la magnífica iglesia que el celoso misionero Alfonso María de Ratisbona levantó en Jerusalén para las monjas de Sión, tras su conversión desde el judaísmo por gracia de Nuestra Señora. Santa Faz La tradición común es que fueron tres las imágenes que quedaron en el velo de la Verónica, pero son muchísimas mas las que se veneran en la cristiandad. Las auténticas son: la que se venera en Roma, en la basílica de San Pedro; en España, en la catedral de Jaén, y en Venecia, en la iglesia de San Marcos. Las demás, aunque milagrosas, son tenidas como facsímiles o tocadas al original. Puerta judiciaria Aún se ven en Jerusalén restos de esa Puerta, por donde pasó el divino Salvador yendo al Calvario. Columna de la sentencia Frente a la puerta judiciaria se ve hoy, guardada por los Padres Franciscanos, la gran columna donde, según la tradición, tuvieron a nuestro divino Salvador mientras hacían los preparativos para crucificarle. Vestidos de Jesús La túnica inconsútil se conserva en Argenteuil. Estudiada y contrastada con el Santo Sudario, las heridas coinciden y corroboran los relatos de la Pasión. Se guarda una similar en Tréveris, Alemania. El manto se repartió por la cristiandad, pero se conserva un importante trozo en la catedral de Anagni. La santa Cruz Pocas reliquias se han propagado por toda la tierra como la perteneciente al árbol santo en donde murió nuestro Redentor, pero de un modo especial se conservan aún partes insignes en las basílicas de San Pedro y santa Cruz de Jerusalén, en Roma; en la catedral de Anagni se venera también un pedazo muy notable, y en la cual se ve aun uno de los agujeros que se hicieron al crucificar a nuestro divino Salvador. Clavos La tradición enseña que fueron tres los que tuvieron suspendido al Salvador del mundo: uno entero se conserva en Santa Cruz de Jerusalén, en Roma; otro en la capilla del Palacio Real de Madrid, y otro se ha distribuido a diversas iglesias de la cristiandad. Además de esos clavos, se veneran otros que también eran de la cruz pues los brazos de la misma estaban clavados y el I.N.R.I. también. I.N.R.I. La principal parte se halla en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma; en san Juan de Letrán y en San Marcos de la misma ciudad santa se ven pedazos notables. Esponja La principal parte se venera en la Santa capilla de París, pero se conservan partes en la basílica del Escorial, en España, y en las de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y Santa María Transtévere, en Roma. Lienzos que cubrieron al Señor estando en la cruz Se veneran en San Juan de Letrán y en San Marcos, de la misma ciudad eterna. La Lanza Esta, sin la punta, se venera en San Pedro de Roma: la punta, según afirma el Papa Benedicto XIV, desde el tiempo de San Luis se conserva en la Santa capilla de Paris. Sangre y agua Es de fe que del costado se nuestro divino Salvador salió sangre y agua : entre las reliquias más insignes que se exponen a la pública veneración en la santa ciudad de Roma, se encuentra parte de la sangre, y agua que salió de su sagrado costado después de muerto, se conserva en la basílica de San Juan de Letrán. En la de San Marcos se expone un velo que se embebió en la misma sangre y agua. Piedra de la unción Se venera en Jerusalén, en la iglesia del Santo Sepulcro Santo Sepulcro Dios ha querido que permaneciera en Jerusalén, siendo bajo todos los conceptos el sepulcro más glorioso que ha habido y habrá sobre la tierra. Muchas iglesias se glorían de tener pequeñas partes de tan glorioso monumento. Sudarios y lienzos del Señor en el Santo Sepulcro Según la costumbre que tenían los hebreos al embalsama, varios eran los sudarios y lienzos que empleaban: así parece deducirse del evangelio de San Juan. En la iglesia de San Juan de Letrán se conserva uno de esos lienzos en que estuvo envuelta la cabeza del Señor en el Sepulcro. En las iglesias de San Marcos, de San Francisco á Ripa y en el Escorial, en España, se veneran partes de otros lienzos; pero los santos sudarios de Turín en Italia, Besancon en Francia y Santo Domingo de la Calzada en España, son los que de modo especial han sido venerados y admirados siendo el de Turín el que la ciencia certificó como autentificable por las notables corroboraciones históricas y prodigiosas cualidades del santo tejido. Reflexión final Si la emoción embarga nuestros corazones al contemplar la riqueza y significación de la presencia de tales reliquias, sólo cabe extender nuestro amor y comprensión a un paso más. Y es ineludible. ¡Cuánto daríamos en este momento por ser trasladados - como Daniel al etíope - hasta cualquiera de estas reliquias! ¡Con qué gusto pasaríamos horas de rodillas venerando esos preciosos recuerdos del Salvador, que acaso fueron bendecidos por el roce de su tacto o que contienen parte de su Divina Sangre! Y olvidamos, a un mismo tiempo, que quizás a pasos de nosotros, no muy lejos, tenemos al mismo Cristo presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. ¡A pocos minutos tenemos al mismo Cristo presente y tan vivo como cuando regó de gracias las preciosas reliquias que comentamos! Contemplémosle ahora allí, donde le tenemos cerca. Meditemos en lo sólo y abandonado que se encuentra. Nadie peregrina hasta allí, nadie se arrodilla ante su sagrada Presencia. Pocos, muy pocos, parecen tener conciencia cabal de Él. Vemos a tantos comulgar sin respeto, sin la debida compenetración que tal acto merece ¡Acto envidiado por los mismos ángeles, que no pueden comulgar! Es el mismo Cristo que viene a nosotros. ¡Cuántos comulgan con la mano, tocando con sus manos indignas e impuras el sagrado Cuerpo del Redentor! Duele pensar en semejante irreverencia, que a causa de la extensión y frecuencia ha sido indultada por la Iglesia. Imaginar tan sólo las divinas partículas olvidadas en la mano y llevadas al bolsillo, o caídas al suelo. Tiemblo al pensar en ello, en la tristeza y escándalo de los santos ángeles. Mártires y santos, los mismos cruzados ofrecieron sus vidas por la conservación de las reliquias y lugares sagrados. Muchos prefirieron morir antes que verlas profanadas. ¿Cómo no querremos nosotros, hermanos en la fe e hijos de la Iglesia como ellos, ya no venerar las reliquias sino adorar a nuestro dulce y amable Salvador presente día y noche en la Sagrada Eucaristía? Posted By Guardianes De La Cruz on April 6, 2011

jueves, 17 de marzo de 2011

Dios, origen de la vida



Por P. Jorge Loring


Dios es el Autor de la vida. Incluso en una hipótesis evolucionista hay que aceptar unas leyes que dirijan esta evolución. Estas leyes son obra de Dios.

Juan Oró , uno de los españoles que investigan en los Estados Unidos para la NASA, que está al frente del equipo que analizó las muestras lunares que trajeron los astronautas, y cuya opinión fue definitiva para afirmar que en Marte no hay vida, opina que la vida surgió a merced de un proceso de evolución química gradual que conduce a la generación progresiva según leyes determinadas, aunque todavía estamos lejos de tener una clara comprensión de las leyes que rigen la evolución de las partículas elementales.

El biólogo soviético Alejandro Oparin, explica así el origen de la vida: «En la atmósfera terrestre primitiva, a partir de algunos compuestos relativamente sencillos, principalmente metano, amoníaco, vapor de agua y ácido sulfúrico, y bajo la acción de las descargas eléctricas y rayos ultravioleta se formaron numerosas y variadas sustancias orgánicas de molécula compleja. Estos productos pasaron a formar parte de la hidrosfera, al ser arrastrados por la lluvia, y una vez allí, sufrieron posteriores modificaciones, y un incremento ulterior de su complejidad»(174).

En abril de 1985 la revista norteamericana «News Week» se hacía eco de la presentación, por parte de un grupo de bioquímicos de la NASA americana, de unas pruebas según las cuales la arcilla sirvió como catalizador en la formación de los primeros compuestos orgánicos. Podría ser una explicación de aquello de la Biblia de que la vida nació del barro.

Recientemente Leslie Orgel, uno de los mayores expertos mundiales en la materia, demuestra en la revista científica Nature que el origen de la vida pudo aparecer en terreno arcilloso.

De hecho Stanley Miller y Harold Urey , en 1953, haciendo pasar una descarga eléctrica a través de una mezcla de metano, amoníaco, nitrógeno y vapor de agua, lograron sintetizar aminoácidos constitutivos de las proteínas.

El Doctor en Ciencias Químicas, D. José Sánchez-Real, Catedrático en Valencia, opina que la reacción que Oparin sitúa en la superficie de la Tierra debió darse en altas capas de la atmósfera.

En todo caso, como el mismo Oparin expone en su obra con multitud de fórmulas y reacciones químicas, todo esto supone unas leyes, y las leyes una inteligencia. A esta inteligencia la llamamos DIOS.

Por eso decimos que Dios es el Autor de la vida.

El mismo Oparin reconoció en Barcelona (junio 1973), en la IV Conferencia Internacional sobre el «Origen de la Vida»: El origen de la vida no es ocasional. Se ajusta en todo a las leyes de la Naturaleza Y Stuart Mill: Las leyes de la Naturaleza no pueden, por sí mismas, ofrecer una explicación de su propio origen.

John B. Haldane , famoso fisiólogo genetista británico, Profesor de la Universidad de Cambridge, afirma que el origen de la vida es imposible sin un Ser Inteligente preexistente.

La vida no se ha formado por casualidad, sino que se basa en leyes bien precisas.

Dice Salvador de Madariaga: «El mundo vivo no puede ni siquiera concebirse sino como la ejecución de un proyecto que le es anterior»(175). El paso de las micromoléculas a las macromoléculas se realiza según unas reglas y leyes.

Fred Hoyle , célebre científico inglés, a quien en 1972 le fue otorgado el título de «Caballero» por sus trabajos científicos, afirma: «La vida no puede haberse producido por casualidad»(176).

La base de la vida, está en los ácidos nucleicos y aminoácidos.

Los aminoácidos son los componentes de las proteínas. Las proteínas son los ladrillos de las células. Estas macromoléculas son esenciales en todo ente con vida.

«Hay una ley que desde los primeros aminoácidos y nucleótidos formados en las aguas primitivas han conducido a través de millones de años de evolución hasta la formación del DNA humano»(177).

La molécula del ácido desoxirribonucleico (DNA) componente fundamental de los cromosomas, es portador de la información genética. Cada célula puede poseer docenas de cromosomas. Cada cromosoma posee cientos de genes. Los genes son cadenas de ácido desoxirribonucleico (DNA) .

Harada sintetizó aminoácidos, que son los componentes estructurales de las proteínas sometiendo a una temperatura de mil grados centígrados amoníaco, vapor de agua y gas metano, tres derivados volcánicos que probablemente eran muy abundantes en la atmósfera primitiva.

Sin embargo la complejidad de la proteína lejos de ser un desorden, es un orden supremo. Es decir, siempre hemos de admitir unas leyes que dirigen la evolución El Dr.Jorge Wald , biólogo de la Universidad Norteamericana de Harvard, Premio Nobel, dijo en el Congreso Internacional sobre el Origen de la Vida celebrado en Barcelona en junio de 1973:

No hay ninguna oposición entre la aceptación de la explicación científica del origen de la vida y la creencia en Dios, pues éste es el Autor de las leyes que rigen el proceso biológico.

«Hoy, no pocos científicos, al menos entre los occidentales, admiten consecuentemente una tendencia finalista en el desarrollo de las formas.

Efectivamente, los últimos descubrimientos, de modo particular los realizados en el sector de las estructuras vivientes, van demostrando la existencia de leyes en los fenómenos vitales, donde el simple azar queda excluido, aun por el mismo cálculo de probabilidades»(178).

La vida y la evolución tienen un sentido, no es puro azar.

El mismo Oparin reconoce que las leyes de la Naturaleza no pueden ser producto de la casualidad, pero no se pregunta cuál es el origen de estas leyes.

Reconocer la existencia de leyes en la Naturaleza y no preguntarse por el origen de ellas es quedarse a mitad de camino. Si nos preguntamos por el origen último de estas leyes llegaremos a Dios.

La vida pudo comenzar en el mundo en un momento determinado, según las leyes puestaspor Dios en la Naturaleza.

Parece que fue hace unos 3.000 millones de años.

Comenzó de modo muy elemental, y poco a poco fue evolucionando hasta el hombre, que es la suprema manifestación de la vida en la Tierra. La evolución de la vida en la Tierra supone unas leyes que la han dirigido. La selección natural de la evolución se produce por mutaciones de los caracteres hereditarios en los genes de los cromosomas. Pero este proceso ha seguido unas leyes que han dirigido la línea de la evolución.

«Todo el proceso ha estado programado para que al final apareciese el hombre…Ha existido una dirección privilegiada una finalidad. Sin duda, esta finalidad está en plano superior al puramente material de la evolución»(179).

El que la vida haya comenzado en la Tierra o haya venido de otro astro, es indiferente para explicar las causas del origen de la vida.

El que la vida haya venido de otro astro no excluye que la vida se haya originado según unas leyes.

Por otra parte, no se ha demostrado la existencia de seres inteligentes extraterrestres. A los ovnis se les encuentran explicaciones que no los hacen necesariamente extraterrestres .

El hecho de que la vida haya comenzado en la Tierra o haya venido de otra galaxia es lo de menos, pues tan sólo pospone la cuestión a otro tiempo y lugar , afirma el célebre astrónomo norteamericano Dr. Robert Jastrow(180).

Aparte de que los rayos cósmicos hubieran acabado con la posible vida en los viajes interplanetarios.El que la vida haya comenzado en la Tierra o haya venido de otro astro, es indiferente para explicar las causas del origen de la vida.

El que la vida haya venido de otro astro no excluye que la vida se haya originado según unas leyes.

Por otra parte, no se ha demostrado la existencia de seres inteligentes extraterrestres. A los ovnis se les encuentran explicaciones que no los hacen necesariamente extraterrestres .

El hecho de que la vida haya comenzado en la Tierra o haya venido de otra galaxia es lo de menos, pues tan sólo pospone la cuestión a otro tiempo y lugar , afirma el célebre astrónomo norteamericano Dr. Robert Jastrow(180).

Aparte de que los rayos cósmicos hubieran acabado con la posible vida en los viajes interplanetarios.
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encuentra.com: estos textos han sido reproducido, con permiso del autor, del libro: “Para Salvarte” de Jorge Loring, S.J.

(174) - ALEJANDRO OPARIN: Origen de la vida sobre la Tierra, V. Ed. Tecnos. Madrid, 1970

(175) - SALVADOR DE MADARIAGA: Dios y los españoles, pg.37. Ed. Planeta. Barcelona, 1975.

(176) - FRED HOYLE: El Universo inteligente, I, 1. Ed. Grijalbo. Barcelona, 1984.

(177) - PIERO PASOLINI: Las grandes ideas que han revolucionado la Ciencia en el último siglo, I, 4. Ed. Ciudad Nueva. Madrid, 1981.

(178) - SEBASTIÁN BARTINA, S.I.: Hacia los orígenes del hombre, I, 1. Ed. Garriga. Barcelona.

(179) - DR. BERMUDO MELÉNDEZ, Catedrático de Paleontología en la Universidad Complutense de Madrid: Las bases científicas del evolucionismo, pg. 89. Ed. ADUE. Madrid.

(180) - ROBERT JASTROW: El telar mágico. Ed. Salvat. Barcelona, 1985.

Guardianes De La Cruz on March 16, 2011

martes, 8 de febrero de 2011

Los fenómenos sobrenaturales



Por P. Jorge Enrique Mújica

En la vida de san Juan María Vianney, cura de Ars, escrita por Francis Trochu leemos lo siguiente: «Un joven de Lyon se había apenas confesado cuando el santo le dice:

- Amigo, no has dicho todo.

- Ayudadme vos, Padre: no puedo recordar todas mis faltas.

- ¿Y aquellas candelas que robaste de la iglesia de San Vicente? Era verdad, pero lo había olvidado».

En otra ocasión, una mañana durante la misa, una señora se presentó a recibir la comunión. El santo pasó dos veces cerca de ella sin dársela. A la tercera vez le dice la señora en voz baja:

- «Padre mío, no me has dado la comunión».

- «No hija mía; esta mañana has comido algo».

Entonces la señora se acordó de haber comido un poco de pan.

A fines del s. XIX, el doctor Imbert, profesor de medicina en Clermont-Ferrand, describió ampliamente un testimonio acerca de Luisa de Lasteau, hoy beata, y su facilidad sobrenatural para reconocer los objetos sagrados (ierognosis): «Se le presentaba una reliquia, aunque fuese de un siervo de Dios no beatificado, y sonreía satisfecha, pronta a besarla. Lo mismo hacía con los objetos benditos aunque tuvieran forma profana, mientras se mostraba insensible por los objetos no bendecidos aunque fuesen imágenes sacras. Un sacerdote vestido de civil, le presentó un crucifijo sin bendecir y no le causó impresión. Después, con su mano consagrada, trazó sobre la cruz la bendición y se lo volvió a mostrar; entonces Luisa mostró su característica sonrisa al sacerdote. Los presentes exclamaron: ¡qué sublime es la bendición del sacerdote!»

Es común hallar en librerías una abundante literatura que intenta explicar, acertada o erróneamente, fenómenos sobrenaturales extraordinarios que por su relación con la fe, su impacto real, atractivo o de simple curiosidad, llaman enormemente la atención. Y no es para menos: profecía, poder de sanación, discernimiento de espíritus, don de lenguas, visiones, revelaciones, habilidad infusa para el ejercicio de las artes, ciencia, estigmas, lágrimas o sudor de sangre, privación del sueño, bilocación, levitaciones, sutilezas, luminosidad... son temas que dejan un deseo de profundización mayor.

Al referirnos a fenómenos sobrenaturales hacemos relación a lo que trasciende lo natural, lo que está más allá de las leyes normales como el no poder volar por nosotros mismos o conocer lenguas sin antes haberlas estudiado. La causa sólo puede ser Dios aunque la propia naturaleza o el Demonio pueden imitar algunos de estos fenómenos para confundir cuando en realidad no son tales.

Los fenómenos sobrenaturales se manifiestan con los así llamados fenómenos místicos. Estos se deben a gracias regaladas por Dios que quiere ofrecer una posibilidad de unión más íntima con él al alma que los recibe o manifestar externamente al mundo el misterio de su acción omnipotente no explicable a la ciencia.

Las causas puramente naturales tienen como fuente elementos de orden fisiológico (temperamento, sexo, edad), la imaginación, los estados depresivos del espíritu (trabajo intelectual absorbente, meditación religiosa mal regulada, excesiva austeridad) y las enfermedades. Estas llevan a confundir con fenómenos "sobrenaturales" lo que en realidad se puede explicar naturalmente.

Es de fe que existen los demonios quienes, por permisión divina, influyen sobre algunos hombres. Sin embargo, la voluntad humana permanece siempre libre. El demonio no puede producir verdaderos fenómenos pues es gracia exclusiva de Dios (resucitar un muerto, curar instantáneamente heridas, traslocaciones, profecías, conocer los pensamientos, crear, violar las leyes de la naturaleza como la gravedad, etc.) pero sí puede falsificar visiones, éxtasis, esplendores y rigidez en el cuerpo, ardores en el corazón, curación de enfermedades producidas por él mismo, hacer aparecer estigmas, esconder objetos y moverlos.

La acción divina, que es de donde provienen los auténticos fenómenos, se desarrolla principalmente en el intelecto, en la voluntad y en el organismo de aquellos que la experimentan. De ahí que los grandes fenómenos se clasifiquen en tres grupos: de orden cognoscitivo, de orden corporal y de orden afectivo.

Fenómenos de orden cognoscitivo

Las visiones, referidas estrictamente al sentido de la vista, son percepciones de objetos mediante los ojos corporales. Hay tres tipos de visiones:

1) las externas o corporales, llamadas apariciones, donde se percibe una realidad objetiva naturalmente invisible al hombre
2) las imaginarias, que son representaciones sensibles internas circunscritas a la imaginación
3) las intelectuales, en las que se produce la visión por medio de la inteligencia, sin impresión o imagen sensible.
Las locuciones son fórmulas que enuncian afirmaciones o deseos. Se dividen en:

1) auriculares (percibidas por medio del oído)
2) imaginarias (se perciben con la imaginación durante el sueño o la vigilia)
3) intelectuales (las que se dejan oír directamente en el intelecto sin el concurso de los sentidos) que es como se comunican los ángeles.
Las revelaciones son las manifestaciones sobrenaturales de una verdad oculta o un secreto divino hecho por Dios para el bien general de la Iglesia o para la utilidad de quien la recibe. Son de dos tipos:

1) privadas: hechas a un individuo y que no entran en el depósito de la fe
2) universal: la dada por la Sagrada Escritura.
Las primeras nunca contradicen a las segundas si son auténticas. Sólo a la Iglesia corresponde declarar si un mensaje es o no revelación privada

Por discernimiento de los espíritus se entiende el conocimiento sobrenatural de los secretos del corazón comunicados por Dios a sus siervos. Fue el caso del cura de Ars. En esta categoría también entra el descifrar y aclarar si otros fenómenos vienen o no de Dios.

La ierognosis es el conocimiento de lo que es sagrado manifestado en el poder o facultad que tuvieron algunos santos para reconocer las cosas santas y distinguirlas de las profanas. Este fue el caso de la beata Luisa Lausteau.

Otros fenómenos de conocimiento son la ciencia infusa universal (como el caso de Gregorio López (1562-1596) que sin estudio alguno, poseía un bastísimo conocimiento de la Sagrada Escritura, la historia de la Iglesia y los principios de la vida espiritual), el conocimiento sobrenatural de teología (los casos de santa Gertrudis y santa Catalina de Siena, luminarias de la mística), habilidad infusa para el ejercicio de las artes (por ejemplo san Francisco de Asís y Jacopone da Tordi, compositor del «Stabat Mater», para la poesía; santa Catalina de Bolonia, para la música; el beato Angélico da Fiesole para la pintura, etc.)

Fenómenos místicos de orden corporal

El primer caso documentado de una persona estigmatizada fue el San Francisco de Asís, quien recibió los estigmas en un éxtasis que tuvo el 17 de septiembre de 1224. Después de él se han multiplicado los casos. Quizá hubieron estigmatizados antes de San Francisco. No lo sabemos.

En 1894 se publicó en París el libro «La estigmatisation». En él, el doctor Imbert-Gourtbeyre, quien estudió con competencia y atención el tema, enumera hasta 321 casos de estigmatizaciones verdaderas en la historia. De esos 321 estigmatizados 62 fueron canonizados (42 hombres y 9 mujeres). Por el tiempo y por la resonancia, nos es muy cercano el caso de San Pío de Pietrelcina, de cuyas llagas emanaba, además, un olor muy agradable.

Estamos ahora de frente a los fenómenos místicos de orden corporal. Éstos se reflejan principalmente sobre el organismo, en cualquiera de sus funciones vitales o en diferentes aspectos de su actividad y manifestaciones exteriores, como recuerda el P. Royo Marín. Estos son los principales:

Los estigmas consisten en la aparición espontánea de llagas sanguinolentas en manos, pies, costado izquierdo, en la cabeza o en la espalda. Pueden ser visibles o invisibles. Muchos han tratado de dar una explicación racionalista al fenómeno atribuyéndolo al fanatismo. Es verdad que la imaginación puede ejercer una posible influencia psíquica, pero jamás será capaz de producir heridas físicas visibles. Bastaría hacer un ejercicio simple para darse cuenta de la imposibilidad: si se fija la vista en alguna parte del cuerpo y se piensa, con todas las fuerzas, que se quiere una herida visible en el costado; se podrá pasar todo un día y no se logrará. Los hechos hablan por sí solos.

También existen los estigmas diabólicos. ¡Sí, el demonio es capaz de producirlos! Si en el orden natural, en base a la hipnosis y a la sugestión, se han llegado a producir manifestaciones similares en sujetos desequilibrados, neuróticos o histéricos, cómo no iba a poder producirlos el demonio.

El sudor de sangre consiste en la expulsión, en cantidad considerable, de líquido sanguinolento a través de los poros de la piel, particularmente los de la cara. Las lágrimas de sangre son una efusión sanguinolenta a través de la mucosa de los ojos.

En el caso del sudor de sangre, el hecho histórico por excelencia es el de Nuestro Señor Jesucristo referido por San Lucas en el capítulo 22, versículo 44, de su Evangelio. Tras Jesucristo, un número pequeño de santos y personas pías han tenido sudor de sangre: santa Ludgarda (1182-1246), la beata Cristina di Stumbeln (1242-1312), Magdalena Morice (1736-1769), María Domenica Lazzari (1815-1848), Caterina Putigny (1803-1885).

Los casos de lágrimas de sangre son más raros aunque hay registrados dos casos muy famosos, el de Rosa María Andriani (1786-1845) y el de Teresa Neumann a mediados del siglo pasado.

La renovación o cambio de corazón es un fenómeno registrado en la historia de la mística y muy sorprendente. Consiste en la extracción del corazón de carne y en la sustitución con otro que es el de Cristo mismo.

Son famosos los casos de las santas Catalina de Siena, Ludgarda, Gertrudis, María Magdalena de Pazzi, Caterina de Ricci, Juana de Valois o Margarita María de Alacoque.

Así describía el confesor de santa Catalina de Siena el fenómeno de la sustitución de corazón: «Se encontraba un día en la capilla de la iglesia de los hermanos predicadores en Siena... Recuperada del éxtasis se puso de pie para regresar a casa. Una luz del cielo la envolvió y en la luz apareció el Señor que tenía en su mano un corazón humano, verdadero y esplendoroso... El Señor se le acercó, abrió el pecho de ella por la parte izquierda e, introduciéndole Él mismo el corazón que tenía en las manos, le dice: "Querida hijita, como el otro día tomé tu corazón, he aquí que te doy el mío con el cual siempre viviréis”. De lo dicho queda la apertura que le hizo en el costado; en signo del milagro ha quedado en aquel lugar un cicatriz, como me han asegurado a mí las compañeras que han podido verla. Queriendo saber la verdad de lo sucedido, ella misma fue obligada a confesármelo».

El ayuno absoluto. Está demostrado que el hombre puede sobrevivir naturalmente en una abstinencia total de alimento prolongada sólo por algunas semanas. En 1831 un condenado a muerte, Garnié, rehusó tomar alimentos a excepción de un poco de agua. Murió después de 63 días. Pesaba sólo 26 kilos. En la Iglesia, los casos más notables de ayuno absoluto son los de santa Catalina de Siena (cerca de ocho años), santa Ludovina de Schiedman (28 años), las beatas Caterina de Raconigi (diez años), Domenica Lazzari y Luisa Lasteau (14 años). Todas ellas llevaban una vida normal e incluso muy activa. Sin embargo el ayuno por sí mismo no prueba la santidad pero sí la Iglesia reconoce en algunos de sus santos un privilegio similar dado por Dios como recompensa por sus virtudes.

La vigilia o privación prolongada del sueño es análogo al precedente. Los casos más notables son los de san Macario de Alejandría quien pasó 20 años continuos sin dormir. Santa Coleta dormía una hora a la semana y una vez en su vida permaneció un año sin dormir. San Pedro de Alcántara dormía hora y media al día por cuarenta años, como testimonió santa Teresa de Jesús. Santa Rosa de Lima limitaba a dos horas el tiempo concedido para el reposo y santa Catarina de Ricci no dormía más que dos o tres horas por noche. Los médicos y los fisiólogos coinciden en el decir que sin salir de las leyes normales de la naturaleza orgánica no se puede privar a una persona del sueño. Las largas vigilias y abstinencias se encuentran sobre todo entre los contemplativos.

La agilidad consiste en la traslación corporal casi instantánea de un lugar a otro, a veces remotísimo del primero. Es diferente a la bilocación porque no hay simultaneidad de presencia en ambos lugares sino únicamente traslación de un lugar a otro.

En la mismísima Biblia leemos que el diácono Felipe fue trasportado por el Espíritu de Dios a la ciudad de Azoto después que instruyó y bautizó sobre el camino de Jerusalén a Gaza al eunuco Candace (Hechos de los apóstoles 8, 39-40) aunque quizá sea más famosos el caso de Habacuc, trasportado por el ángel de Judea a Babilonia para que llevase alimento a Daniel en la fosa de los leones (Dan 14, 33-39).

Otros santos conocidos también la ha tenido: santa Teresa contaba que san Pedro de Alcántara se le aparecía, aún viviente, varias veces. También san Felipe Neri se aparecío muchas veces mientras estaba en vida. San Antonio de Padua llegó a hacer, en una sola noche, el viaje de Padua a Lisboa; y regresó en la misma noche. En la vida de san Martín de Porres se narran prodigios de este tipo.

La bilocación es uno de los fenómenos más sorprendentes de la mística y uno de los más difíciles de explicar a menos que se recurra al milagro. Consiste en la presencia simultánea de una misma persona en dos lugares diversos. Se han dado muchos casos en la historia de la vida de los santos. Entre los más conocidos están los de san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, san Francisco Xavier, san Martín de Porres, san José de Cupertino o san Alfonso María de Ligorio.

De san Alfonso María se lee en su proceso de canonización que el 21 de septiembre de 1774, mientras estaba en Arienzo, pequeña villa de su diócesis, cae en una especia de desvanecimiento. Permanece cerca de dos días inmerso en un dulce y profundo sueño, sentado sobre un sillón. Uno de sus siervos habría querido despertarlo, pero su vicario general, D. G. Nicola de Rubino, ordenó que lo dejaran reposar. Cuando se despertó, el santo sonó la campana. Acudieron prontamente sus familiares. Viéndolo grandemente agitado le preguntaron:

-«¿Qué te sucede?, son dos días en que no has hablado ni dado ninguna señal de vida».

Él respondió asegurando que había ido a asistir al Papa que acababa de morir hace una hora. Poco tiempo después llegó la noticia de la muerte de Clemente XIV, acaecida el 22 de septiembre a la una de la tarde, momento preciso en el que el santo había sonado la campanilla. San Alfonso fue visto en ambos lugares contemporáneamente por una multitud de testigos.

Las levitaciones consiste en la elevación espontánea del suelo y en el mantenimiento del cuerpo humano sin ningún apoyo y sin causa natural visible. Por regla, le levitación mística se verifica mientras el paciente está en éxtasis y, si el cuerpo se eleva un poco, se llama éxtasis ascensional; si se eleva a gran altura, recibe el nombre de vuelo extático; y si comienza a andar velozmente a ras del suelo, pero sin tocarlo, se llama marcha extática.

En el proceso de canonización de san José de Cupertino se registran más de sesenta casos de levitación. Fue visto volar sobre el púlpito de la iglesia, por los muros y delante de un crucifijo o una imagen pía; aterrizar sobre el altar o cerca del tabernáculo; sostenerse como un pájaro sobre ramas débiles; hacer saltos de grandes distancias. Una palabra, una mirada, la mínima cosa en relación con la piedad, le producía estos transportes. En un periodo de su vida llegaron a ser tan frecuentes que sus superiores debieron exceptuarlo del rezo común en el coro para que, contra su voluntad, no interrumpiera ni perturbase las ceremonias de la comunidad con sus vuelos extáticos de los cuales muchas personas fueron testigos, entre ellos el Papa Urbano VIII y el príncipe protestante Juan Federico de Brunswick, el cual no sólo quedó impresionado sino que se convirtió al catolicismo y vistió el sayal franciscano.

Está claro que la simple naturaleza no puede alterar las leyes de la gravedad, siempre fijas y constantes. La Iglesia ha explicado este fenómeno como una anticipación del don de agilidad propia de los cuerpos gloriosos.

Las sutilezas consisten en el paso de un cuerpo a través de otro. En el momento del tránsito supone la compenetración o coexistencia de los dos cuerpos en un mismo lugar. Este prodigio se verificó en la persona de Jesús cuando a puertas cerradas se presentó a sus discípulos, como narra san Juan en los versículos 20-26 del capítulo 19 de su Evangelio. También es célebre el caso de san Raymundo de Peñafort que entró en su convento de Barcelona a puertas cerradas.

Las luces o esplendores son ciertos esplendores que algunas veces irradian los cuerpos de los santos sobre todo durante la contemplación o el éxtasis. Este fenómeno se verificó en san Luis Beltrán, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Paula, san Felipe Neri, san Francisco de Sales, san Carlos Borromeo, san Juan María Vianey, etc. Es uno de los más frecuentes entres los grandes santos.

El perfume sobrenatural (osmogenesia) consiste en un cierto perfume de exquisita suavidad y fragancia que emana del cuerpo mortal de los santos o del sepulcro donde reposan sus restos. Se trata de un aroma singular que nada tiene de común con los perfumes terrenos. Los testigos que lo han experimentado no encontraron analogías para hacer entender la suavidad y fragancia de un aroma inconfundible jamás sentido en la tierra.

El perfumero de la corte de Saboya fue enviado un día al convento de la beata María de los Ángeles para que buscase individuar la naturaleza del olor que la sierva de Dios emanaba. Debió confesar que no se asemejaba a ninguno de los perfumes de esta tierra. Las religiosas, sus compañeras, lo llamaban “olor de paraíso o de santidad”.

Han exhalado suave olor las reliquias o los sepulcros de san Francisco de Asís, santo Domingo de Guzmán, santo Tomás de Aquino, santa Rosa de Lima, santa Teresa, santa Francisca Romana, etc.

Fenómenos de orden afectivo

Quedan aún por explicar un tercer tipo de fenómenos, los de orden afectivo. Se consideran tales, prevalentemente, dos tipos: los éxtasis místicos y los incendios de amor. Algunos estudiosos llaman a este tercer tipo de fenómenos, psico-fisiológicos pues tienen, en buena medida, su raíz principal en la voluntad; de ahí que algunos autores los clasifiquen entre los fenómenos de orden orgánico.

Los éxtasis místicos no son gracias gratis dadas por Dios. Entran en el desarrollo normal de los grados de oración mística y constituyen un fenómeno normal en el desarrollo de la vida cristiana. Pero como su aspecto exterior es espectacular, presenta ciertas semejanzas con los fenómenos de tipo extraordinario que se han mencionado.

Los incendios de amor son un hecho comprobado en la vida de algunos santos en los que el amor hacia Dios se manifiesta algunas veces hacia el exterior bajo la forma de fuego que quema, incluso materialmente, la carne y la ropa cercana al corazón. Esta manifestación se produce en grados diversos:

1) Simple calor intenso: es un extraordinario calor del corazón que se dilata; este calor se expande a todo el organismo. Es clásico el episodio de la vida de san Wenceslao, duque de Bohemia. De noche visitaba la iglesia a pies descalzos. Al siervo que le acompañaba le recomendaba meter los pies en los zapatos que él dejaba para no congelarse.

2) Ardores intensísimos: el fuego del amor divino puede llegar a tal intensidad que a veces es necesario recorrer a refrigerantes para poderlo soportar. Se cuenta de san Estanislao de Kotska, que era tan fuerte el fuego que lo consumía, que en pleno invierno era necesario aplicarle sobre el pecho paños empapados de agua helada. Santa Caterina de Génova no podía acercar su mano al corazón sin experimentar un calor intolerable.

3) La quemadura material: cuando el fuego del amor llega a producir incandescencias, las quemaduras se realizan plenamente. Es lo que se llama a pleno título incendios de amor. El corazón de san Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas, ardía de tal manera, que más de una vez su túnica de lana aparecía completamente quemada por la parte del corazón. El beato Nicolás Factor, religioso franciscano, incapaz de soportar el fuego que ardía en su corazón, se hechó un vaso de agua helada en pleno invierno. Consta en su proceso de beatificación que el agua, inmediatamente, se evaporó.
Existe sin duda una estrecha relación entre el amor y el fuego producido.

La naturaleza prodigiosa de todos estos fenómenos exige recurrir a lo sobrenatural para poder ser explicados. Este recurso, indiscutiblemente, demuestra la grandeza infinita de Dios el cual esparce a manos llenas sus tesoros. Es fácil recurrir a lecturas que intentan, acertada o erradamente, para bien o para confusión del lector, explicar estos casos que son verdaderamente atrayentes. Este texto es una buena guía para no perder el norte y tampoco dejarse engañar.

diario7.com.ar/ 8-2-11


BIBLIOGRAFÍA:

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Teología della perfezione cristiana. Antonio Royo Marín. 10ª edición 1997. Edición San Paolo. Edizione italiana a cura di G. Pettinati, S. Pienotti, A. Girlanda. Págs. 1026-1132

Dizionario di mística. A cura di I. Borriello - E. Caruana - M.R. Del Genio - N. Suffi
Libreria editrice vaticana 1998

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El respeto al misterio. Revista Alférez. Madrid, 30 de abril de 1948 Año II, números 14 y 15 [página 10]
Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana. A. Royo Marin. BAC, Madrid, 1973.